Regresar a una escuela primaria para hablar y escuchar a niñas y niños de cuarto, quinto y sexto año de primaria, ha sido un desafío y un profundo y muy doloroso aprendizaje.

A los poco minutos de haber iniciado mi intervención muchas manos estaban levantadas. Empecé a escuchar sus realidades en las redes sociales. Prácticamente el 100 por ciento tiene celular, y casi al parejo, juegan videojuegos.

Un niño de nueve años tomó el micrófono y dijo: “mi amigo que está aquí y yo hemos bajado aplicaciones que nos piden fotos de nuestros cuerpos desnudos. Yo no las quise mandar, mi amigo sí lo hizo”.

Otro alumno insistía en participar, y dijo: “mi hermano de 13 años ve pornografía todo el día, nos enseña sus videos. Yo veo muchos videos pornográficos”. Para entonces los testimonios no podían detenerse.

“La hermana de mi amiga se suicidó porque su novio subió sus fotos”. “Una amiga me invitó a su casa y me puso películas pornográficas”. Cuando empezamos a hablar sobre el uso de videojuegos el entusiasmo llegó a su máximo.

“Me gusta jugar porque hablo con mis amigos”. “A mí porque puedo ganar dinero”. “Yo juego porque así conozco otras personas”. Cuando pregunté: “¿cuántos habían hablado con extraños?”, las manos de entre 10 y 12 niñas se levantaron, aún sabiendo que son una amenaza en sus vidas, o dando por hecho que los pederastas y las redes criminales no les harán daño.

Con una emoción desbordada levantan las manos para decirme que juegan al menos entre una y dos diarias, el promedio es cinco horas, y el resto, se enorgullece de jugar 10 horas o más. La mayoría afirma que juegan en las madrugadas, porque el internet esta “más chido”, porque no los molestan y porque sus papás están dormidos.

Hablan de subir niveles y ganar dinero, claramente parecen no tener límites para el uso de estos juegos en sus hogares. Sin duda, ya tenemos frente a nosotros adictas y adictos a los videojuegos.

En paralelo, y en una aula distinta, enseñamos controles parentales a las madres, abuelitas y padres que acuden a la cita. Les hablamos de los riesgos y de las brutales violencias que sus hijos viven en las redes sociales, de sus testimonios y de esos mundos tan distantes en que viven unos y otros.

Hacemos énfasis en que las pantallas no dan amor, no escuchan sentimientos ni emociones; que no son niñeras, más aún, cuando en todos los grupos nos dicen que a los tres meses de edad les ponen la primera pantalla. Voy observando el cambio en sus rostros. Saben que es real lo que están viviendo sus hijas e hijos.

He visto llorar a muchos padres. En cada primaria, al menos un papá o mamá se han acercado para decirnos que su niña de 9 años, o su hijo de 10, ya se hacen cortes en su cuerpo. Reconocen que han dejado a las pantallas el cuidado de sus hijos, y que nadie le había hablado de los peligros en la red.

En estos encuentros hacemos énfasis en que no son amigos de sus hijos, sino sus papás, y que es urgente cambiar horas de juego por horas de amor y de convivencia. De empezar una nueva relación con ellas y ellos para no perderlos.

Niñas y niños no “escuchan” hablar de violencia. Ellas y ellos son las primeras víctimas de la violencia, las primeras vidas destrozadas. El acoso digital, la entrada de extraños a sus vidas, las fotos de sus cuerpos desnudos son las balas que cada día reciben en sus almas y en sus mentes, son inyecciones letales que los matan a pedazos.

Está es la realidad. Somos nosotros los padres sus refugios, o prepárense para echar a los infiernos del sufrimiento y la destrucción a quienes más amamos. Esa es la verdad, solo aceptándola podremos caminar con ellas y ellos hacia un nuevo y mejor destino. Ojalá así sea.

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