El expresidente Ernesto Zedillo publicó un duro y fundado ensayo sobre la destrucción de nuestra germinal democracia por los más recientes gobiernos: (“México: de la democracia a la tiranía”, Letras Libres, mayo de 2025). No es el primero que lo dice. Decenas, quizá centenas de articulistas, académicos, agrupaciones civiles, organizaciones internacionales, han (hemos) apuntado en el mismo sentido. Pero, por supuesto, no es lo mismo que un expresidente lo señale, argumente y ponga los puntos sobre las íes. Sus dichos tienen una mayor visibilidad pública e impacto social.
La reacción gubernamental, empezando por la presidenta, no se hizo esperar. No fue para debatir el estratégico y desolador tema que puso sobre la mesa el expresidente, sino para tratar de descalificar al “mensajero” de tal suerte que el mensaje no se escuchara. Intentó y en buena medida logró desviar la atención hacia otros temas: que si Fobaproa, que si las represiones, que si la esposa de Zedillo…, y el propio expresidente también alimentó la fuga hacia otros territorios: demandó auditar las obras del Tren Maya, las de la refinería de Dos Bocas… No sabemos debatir.
Hace muchos años un buen amigo me dijo que, en Inglaterra, desde la primaria, a los niños en la escuela se les ensañaba a discutir. Y la primera regla era excluir las respuestas ad hominem. Los niños debían acostumbrarse a reaccionar ante los argumentos, no ante los atributos reales o inventados de la persona que los emitía, porque más allá de filias y fobias, la persona podía estar diciendo una verdad de a kilo. (Por cierto, nunca confirmé esos dichos, pero si no es así, así debería ser).
Vuelvo entonces al tema o los temas. Pregunto a tutti frutti, morenistas, opositores, funcionarios, ciudadanos no alineados si es cierto o no… (transcribo algunas afirmaciones del expresidente):
¿Que AMLO “atacó sin descanso la independencia y la capacidad institucional del INE… no dudó en calumniar, insultar y amenazar tanto a la institución como a personas”? ¿Que “el entonces presidente y miembros de alto nivel de su gobierno y su partido violaron en numerosas ocasiones los principios de imparcialidad, neutralidad y equidad durante las elecciones…”? ¿Que las autoridades electorales “otorgaron al partido oficial y a sus socios de coalición el 74% de los escaños en la Cámara de Diputados pese a haber obtenido el 54%” de los votos? ¿Que con la reforma judicial “habrá jueces, magistrados y ministros que obedecerán, no a la ley, sino al poder político dominante”? ¿Que la “intención es… arrasar con el poder judicial independiente y profesional y ponerlo al servicio de quienes detentan y concentran el poder político”? ¿Que “se elimina la posibilidad de que la Suprema Corte ejerza control sobre el contenido de las reformas constitucionales”? ¿Que la eliminación de los órganos autónomos del Estado crea “mayores espacios para la arbitrariedad, decisiones con fines exclusivamente políticos, opacidad y ocultamiento, y obviamente corrupción”? ¿“Que la Guardia Nacional -ahora un órgano del Ejército- podrá investigar delitos con autonomía e independencia del ministerio público”? ¿Que las reformas recientes “han dispuesto la ampliación de las causales de la ominosa prisión preventiva oficiosa”? ¿Que se ha eliminado “el portal que existió durante veintiocho años para conocer y revisar los contratos del gobierno”?
Ninguno de los anteriores asuntos es menor. Todo lo contrario. Y juntos resultan alarmantes. Digo, para volver al tema.
Profesor de la UNAM