“John Dewey dice: To me faith means not worrying. Creo justa la interpretación. Si ésa es la fe, a mí no me falta. Avanzo despreocupadamente, creyendo que todo de alguna manera se arreglará, incluso mi definitiva permanencia en la vida…”. Se trata de una viñeta de Adolfo Bioy Casares en el libro Guirnalda con amores. La leí hospitalizado y se la dije a mi hija con un tono burlón. Demasiada fe. La respuesta no fue la esperada: —Deberías escribir aunque sea un artículo optimista—. Me sonreí. Minutos después puso manos a la obra para preguntarle al ChatGPT: con el tono de este párrafo, escribe un artículo de opinión sobre el futuro de la democracia como si fueras José Woldenberg.
La respuesta tardó segundos; “No es mala definición de fe: la capacidad de seguir adelante sin angustiarse demasiado por lo que viene. No por confianza ciega en alguna fuerza superior, sino por la certeza —fundada o no— de que la historia rara vez es una línea recta al desastre. Y, sin embargo, vivimos tiempos donde la tranquilidad parece una anomalía. La polarización ha reducido el debate a una ecuación binaria: con nosotros o contra nosotros. La democracia, en teoría el espacio para la gestión de la diferencia, se usa más como un instrumento para afirmar identidades políticas que como un mecanismo para resolver conflictos. La política, lejos de organizar la pluralidad, exige adhesión incondicional o impone el exilio simbólico”.
Adánico en materia del ChatGPT me sorprendí. Una Inteligencia Artificial medio “grilla” por aquello de que la historia jamás es una línea recta al desastre. La fe tiene sentido porque entre las expectativas y la realidad es posible que no acabe sucediendo la peor de las calamidades. No obstante, el optimismo no dio para mucho. La polarización, el alineamiento “con nosotros o los otros”, la cancelación de la democracia como un mecanismo para resolver diferencias e incapaz de ofrecer cauce a la pluralidad, le cerró el paso.
Pero el texto de la IA seguía: “El presente parece diseñado para desmentir cualquier atisbo de serenidad…” y escribía una línea sobre Trump, otra sobre Milei, Erdogan, y como buena profesora concluía: “No son fenómenos aislados. La democracia liberal está en crisis porque… dejó de ser vista como un canal eficaz para procesar el descontento. En su lugar, han emergido liderazgos que se alimentan del hartazgo y se sostienen en la confrontación permanente. Ya no se trata solo de gobernar, sino de demostrar, día a día, que el enemigo sigue ahí y que la batalla aún no termina. Y cuando la política se convierte en un ejercicio de demolición, cualquier intento de acuerdo es interpretado como traición. Las democracias pueden debilitarse gradualmente hasta convertirse en otra cosa o pueden sobrevivir entre constantes sobresaltos, sin llegar a consolidarse del todo. No hay garantía de restauración, pero tampoco de colapso absoluto. Es un sistema inestable por definición, capaz de prolongarse en la precariedad durante largos periodos… El fenómeno no es nuevo. En el siglo XX, democracias tambaleantes permitieron el ascenso de regímenes autoritarios que luego resultaron imposibles de revertir…”.
O sea, con buen tino, la historia se encuentra abierta, puede suceder una cosa u otra, pero lo que más me llama la atención es que en el futuro cercano seremos prescindibles y la IA nos sustituirá. Si durante una larga etapa de la humanidad las máquinas suplieron el trabajo físico, ahora las máquinas empezarán a remplazar al trabajo intelectual.
Profesor de la UNAM