México es el país más democrático del mundo”, dijo la presidenta, sin rubor, en alusión a la elección de jueces, magistrados y ministros. No hay quien no se defina como demócrata (bueno, siempre existirá algún excéntrico). Hasta Corea del Norte, una de las dictaduras más emblemáticas, se llama República Popular Democrática de Corea. Al parecer, decirse demócrata viste y engalana.

Existen cientos de textos sobre lo que es y lo que no es la democracia. Citar uno o dos de ellos (los más relevantes e incluso los medianos) serviría para corregirle la plana a la presidenta. Pero nuestra propia historia, (como país), arroja algunas luces sobre el tema.

En México muchos, de muy diferentes corrientes políticas, decíamos que allá por los años setenta no había democracia porque un solo partido —con contadas excepciones— ocupaba todos los espacios de gobierno y legislativos; las Cámaras del Congreso eran fieles seguidoras de los mandatos del presidente; la Suprema Corte, en los asuntos centrales de la política, no se apartaba ni un ápice de la voluntad presidencial; el porcentaje de votos no se traducía, en la Cámara de Diputados, de una manera fiel en escaños; las organizaciones sociales eran menospreciadas desde el poder; las autoridades electorales actuaban de una manera facciosa, poco transparente; el presidente de la República concentraba facultades constitucionales y metaconstitucionales (como las llamó Jorge Carpizo); las condiciones de la competencia electoral eran marcadamente inequitativas; la capital del país era gobernada por interpósita persona por el presidente; los votos eran manipulados a favor de la fuerza hegemónica; y si usted tiene la edad suficiente, sígale por su cuenta.

Bueno, pues en todos esos terrenos hubo avances significativos desde entonces: se abrió paso un pluralismo de partidos que expresaba de mejor manera los diversos humores públicos de la República; las Cámaras del Congreso empezaron a ser auténticos circuitos legislativos y un contrapeso real al Ejecutivo; la Corte se convirtió en un genuino tribunal constitucional y los grados de su independencia se ensancharon considerablemente; las fórmulas de traducción de votos en escaños se ajustaron para reflejar de mejor manera la diversidad de corrientes políticas que modelan al país; las organizaciones sociales no solo se multiplicaron sino su peso y visibilidad pública se incrementaron; se construyeron autoridades electorales autónomas para ofrecer garantías de imparcialidad y juego limpio; el presidente empezó a convivir —incluso de manera tensionada— con otros poderes constitucionales lo que hizo que sus antes poderes metaconstitucionales mermaran de forma significativa; las condiciones de la competencia se equilibraron con el financiamiento público a los partidos y su acceso a la radio y la tv; la capital del país tiene gobierno y legislativo propios; los votos fueron contados de manera transparente.

Y, en contraste, lo que hemos vivido desde 2019 es un retroceso en todos y cada uno de esos renglones. No los enumero porque están a la vista. Pero el eventual lector puede hacer el ejercicio.

La democracia supone elecciones libres. Son una condición necesaria pero no suficiente. Y lo que estamos viviendo es la sustitución sistemática y progresiva de unas normas y unas instituciones que sostenían una germinal democracia por otras que edifican un sistema político en las antípodas del ideal democrático. A estas alturas ya no cabe duda.

Profesor de la UNAM

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