Observando los vientos que soplan en el mundo, Siegmund Ginzberg escribió un libro, un llamado de atención, Síndrome 1933 (Gatopardo Ensayo, 2024), porque cree ver en el presente demasiadas señales similares a las que modelaron el clima de aquel infausto 1933, año del encumbramiento de Adolf Hitler. “En el mundo entero, la política se encuentra en uno de sus momentos más bajos… pero… sigue siendo lo único que puede salvarnos”.
Recuerda que, en medicina, síndrome “designa un conjunto de síntomas y señales que constituyen las causas concomitantes de una enfermedad o un proceso degenerativo”. Por supuesto el mundo de hoy es muy diferente de aquel. Han pasado más de 90 años, y el mismo autor previene sobre cualquier analogía mecánica. Suelen ser imperfectas, superficiales, conducen a equívocos, pero son “una herramienta muy potente para comprender y discernir”. Cree encontrar un cierto “aire de familia”, una serie de discursos, actitudes y políticas que ya se han vivido en el pasado con efectos catastróficos. El libro entonces ofrece “una selección sesgada, parcial… privilegia aquellos que puedan recordarle al lector acontecimientos, crónicas y polémicas contemporáneas”. En suma, un espejo, en el que vale la pena mirarnos.
Me detengo solo en dos fenómenos que me resultan significativos y elocuentes: 1. “los insultos virales en las redes, las noticias falsas difundidas como revelaciones, el odio aparentemente auténtico y espontáneo, pero que en realidad se cultiva con premeditación, los trolls que amplifican los mensajes… todo aparecía ya en las columnas del Stürmer”. Se trata de aquel periódico fundado por un jefe nazi (Julius Streicher) que empezó siendo un pasquín y que acabó con un tiraje de más de dos millones de ejemplares. Era “una fábrica de odio magistralmente gestionada”. Los propios lectores lo alimentaban con denuncias, testimonios, infundios, relatos (ciertos o inventados). Eran publicados, siempre y cuando sirvieran para establecer que la culpa de todo lo malo era de… (en aquel caso los judíos hoy pueden ser los migrantes).
Se trataba y al parecer se trata de inyectar odio contra esos otros, “sin el menor esfuerzo por comprender en qué son diferentes”. Se trata de que un conjunto humano sea el supuesto culpable de todas las calamidades sociales. La ignorancia, el rencor, el odio, el fanatismo, recubren y modelan esas expresiones, pero quienes las promueven o reproducen lo que buscan no es que sean verídicas, sino que se conviertan en la voz del pueblo, en sentido común. Eso las legitima y las convierte en un poderoso instrumento del quehacer político.
2. La invención de realidades. En 1933 se inauguró el primer campo de concentración en Dachau a unos 20 kilómetros de Múnich. Aparecieron “fotografías que mostraban cuán ameno era el lugar e insistiendo en la humanidad del trato dispensado a los primeros cinco mil prisioneros ‘comunistas’ y otros ‘enemigos del Reich’”. Se decía que eso coadyuvaba a paliar el hacinamiento carcelario y que la misión era reeducarlos. “Cuando empezaron a encerrar a los judíos aseguraban que era una medida para protegerlos del furor del pueblo”. Maquillar la realidad por medio del discurso, volver un acto criminal en un expediente correctivo, edulcorar lo que debió merecer repulsa, es algo que vuelve a flotar en el ambiente, como propio de la política. Se le considera incluso muestra de sagacidad, inteligencia. Total, engatusar, mentir, es parte del “juego”.
Profesor de la UNAM