En las elecciones de 1976 el candidato del PRI (y del PPS y PARM) a la Presidencia de la República fue José López Portillo. Candidato único que ganó con el cien por ciento de los votos válidos. El PAN, entonces la oposición tradicional, no pudo postular a alguien pues en su asamblea ninguno de los precandidatos obtuvo la votación suficiente, y el Partido Comunista Mexicano lanzó a Valentín Campa, ícono de aquella organización, que sin embargo carecía de registro. Solo en el escenario durante la campaña, López Portillo escribió en sus memorias: “Eran como rounds de sombra, de ésos que practican los boxeadores moviéndose solos, para mirar y controlar sus movimientos”. (Mis tiempos. p. 416).

Ese plácido escenario para el oficialismo sin embargo podría haber generado una alucinación: la de un partido sin contestación alguna. La otra cara de la moneda era un país convulsionado por enormes conflictos que no encontraban su correspondiente cauce de expresión en las elecciones. Eran los tiempos de la insurgencia sindical, de profundos conflictos en el mundo agrario, de movilizaciones estudiantiles en diferentes universidades públicas, de la multiplicación de organizaciones populares e incluso de la emergencia de grupos armados.

El 1 de abril de 1977, el secretario de Gobernación del nuevo gobierno, Jesús Reyes Heroles, en Chilpancingo, pronunció un importante discurso. Dijo: “… Hay quienes pretenden un endurecimiento del gobierno… Tal rigidez impediría la adaptación de nuestro sistema político a nuevas tendencias y nuevas realidades… El sistema, encerrado en sí mismo, prescindiría de lo que está afuera… y reduciría su ámbito de acción al empleo de medidas coactivas… Endurecernos y caer en la rigidez es exponernos al rompimiento del orden estatal y del orden político nacional. Frente a esa pretensión, el presidente López Portillo está empeñado en que el Estado ensanche las posibilidades de representación política… El gobierno de México sabrá introducir reformas políticas que faciliten la unidad democrática del pueblo, abarcando la pluralidad de ideas e intereses que lo configuran. Mayorías y minorías constituyen el todo nacional, y el respeto entre ellas, su convivencia pacífica dentro de la ley, es base firme del desarrollo, del imperio de las libertades y de la posibilidad de progreso social. Cuando no se tolera se incita a no ser tolerado…”.

A partir de ese diagnóstico, el presidente López Portillo y su secretario de Gobernación, Reyes Heroles, convocaron a una serie de audiencias para discutir propuestas sobre la reforma política. Fueron 12 sesiones. Participaron 15 organizaciones políticas (partidos con y sin registro), 25 personas a título individual y tres instituciones académicas. Además, se recibieron ponencias por escrito. (José René Fiesco. “La reforma electoral de 1977: las audiencias y los debates”. Tesis de licenciatura. FCPS. 2011.)

De ahí emergieron muy distintas ideas, no existía ni podía existir una visión unánime, pero dos iniciativas centrales marcaron la importancia de aquella reforma: a) ofrecer un cauce para la integración a la vida institucional a aquellos partidos a los que se mantenía artificialmente marginados de la misma (el llamado registro condicionado) y b) modificar la fórmula de integración de la Cámara de Diputados para multiplicar la presencia de las corrientes minoritarias y atemperar la sobre y la sub representación de los partidos con la fórmula mixta de 300 uninominales y 100 plurinominales.

Profesor de la UNAM.

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