Raúl Trejo Delarbre, viejo y generoso amigo, me dio un regalo magnífico: una memoria USB que contiene las ediciones de La Cultura en México, de 1962 a 1986, aquel suplemento de la revista Siempre que dirigió Carlos Monsiváis y que para muchos de nuestra generación fue una puerta de entrada a autores, temas, enfoques y tratamientos que de otra forma hubieran sido inaccesibles.

Me puse a navegar, creo que así se dice al recorrido sin rumbo por esas páginas. Un auténtico túnel del tiempo, una canasta rebosante de ensayos, crónicas, poemas, gracejadas y ocurrencias que transportan a épocas idas y que irradian de manera natural un aura nostálgica. Y en esa navegación me topé con un ensayo de José Joaquín Blanco que por esas casualidades de la vida está cumpliendo exactamente 50 años. ¡Medio siglo! Puf.

Se trata de un largo ensayo, “Gide: ‘la instancia moralmente inspirada, la instancia educadora suma’” (el título reproduce lo que Walter Benjamin escribió sobre Gide) publicado en el N° 690 del 30 de abril de 1975. Recuerdo más o menos (todo lo recuerdo más o menos) el momento en que lo leí. Blanco acababa de cumplir 24 años, yo tenía 22. La erudición, “la pluma” y la densidad sin oropeles que irradiaba aquel texto, me dejaron perplejo; aunque sería mejor decir cargado de envidia. Se trataba de un recorrido por la obra de Gide, en el cual Blanco recogía no pocas descalificaciones al autor de otros escritores y ofrecía su propia lectura. Una lectura comprensiva, aguda y generosa.

Si mal no entendí, Gide vivió tensionado entre la tradición y la necesidad de desprenderse de la misma. Pero no a través de gestos vacuos o poses estridentes, sino asumiendo que la tradición nos acompaña a querer o no, nos modela y está presente en una constelación de instituciones que no son exorcizables y que trascenderla solo es posible asumiendo que “cultura y vida” no son una y la misma cosa y que están condenadas a vivir en tensión. La primera y sus instituciones pueden resultar opresivas, la segunda debe conscientemente forjar un camino propio. Por ello su insatisfacción perpetúa su conversión en un referente moral.

En la parte final del ensayo, Blanco reproduce un extracto del Diario de Gide del 1 de septiembre de 1931: “Los surrealistas preparan un número antirreligioso sensacional, según me dice H (ubert). Me cuenta con entusiasmo la valentía de B (reton), quien, en el Metro, cuando ve a un cura, se aprieta contra él, y al cabo de unos instantes, en voz muy alta, le increpa: -¡Deje de manosearme! ¡Asqueroso! ¡Puerco! Y pensar que se pone a los niños en manos de individuos así… H (ubert) me dice que esto es ‘admirable’. Yo no puedo ver valentía en el aplastamiento de un ser que no puede defenderse y aplaudo la observación de Robert Levesque: -Por antimilitarista que sea B (reton) no se atrevería nunca a comportarse así con un oficial, pues sabe que recibiría una bofetada”.

La actitud de Breton era para Gide una representación insulsa, bufona, “una simulación de lucha”, que además “reforzaba la posición del adversario”. “El juego limpio era el único estratégicamente valedero”. La moral había que imponérsela primero a uno mismo. Era, y es, personal e intransferible. Creo, sin embargo, que en nuestra época los ganadores resultaron Breton y los suyos. Mundo de gesticuladores, de payasos, de arribistas con antifaz que no logran esconder su avidez, y en el cual la moral ya ni siquiera da moras.

Profesor de la UNAM

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