El 20 de noviembre se cumplieron 50 años de la muerte de Francisco Franco, autoproclamado Caudillo por la gracia de Dios. Lo era no por un designio divino, sobra decirlo, sino por un levantamiento militar contra el gobierno de la República legal y legítimamente constituido, que desató una cruenta guerra civil y edificó una dictadura que sólo pudo ser desmontada luego de su muerte.

Su desaparición produjo en España incertidumbre y esperanza. Incertidumbre porque a ciencia cierta nadie podía asegurar cuál sería el derrotero de España sin el dictador; esperanza, porque por fin existía la posibilidad de reconocer la diversidad política, que, a querer o no, modelaba al país ibérico y que no solo era negada por Franco y los suyos, sino que era anatemizada, perseguida, ilegalizada.

Hoy, conocemos el desenlace. Y si hubiese que rescatar una sola lección de la transición democrática española, se podría afirmar que permitió el paso de un régimen vertical y excluyente a otro en el cual la diversidad política puede convivir y competir de manera civilizada, es decir, incluyente, es decir, democrático.

Para ello fueron necesarias movilizaciones, proclamas, hubo momentos preocupantes, se debió aprobar una nueva Constitución, pero sobre todo reclamó que desde las nuevas cúpulas del poder y desde las oposiciones (hasta entonces condenadas al ostracismo), se asumiera que la sociedad española no podía ni debía ser alineada bajo una sola ideología, un solo interés, un solo mando. Se requería edificar un espacio institucional que acogiera a la pluralidad política ya que ningún exorcismo era capaz de convertir una sociedad en la cual palpitaban diversos idearios, en una especie de milicia disciplinada a una sola voz.

Quizá el momento estelar de aquella transición (que por cierto tuvo muchos episodios estelares) se produjo el 22 de julio de 1977 cuando se instalaron las nuevas Cortes, fruto de las primeras elecciones libres en más de cuarenta años. Fue una estampa emocionante y de gran significado. Emocionante porque los excluidos hasta entonces del mundo institucional tomaron sus asientos junto a los herederos del régimen que moría; y de alta significación porque suponía el reconocimiento de que solo un sistema democrático era capaz de cobijar a la multiplicidad de fuerzas políticas existentes en el país.

Hace años escribí que las escenas resultaban conmovedoras. “Felipe González y Alfonso Guerra del Partido Socialista Obrero Español, Manuel Fraga y Laureano López Rodó, ex ministros de Franco, Adolfo Suárez de la naciente Unión de Centro Democrático, Santiago Carrillo y La Pasionaria del Partido Comunista, Marcelino Camacho y Simón Sánchez Montero, ex presos políticos, el poeta Rafael Alberti, juntos en el nuevo Congreso”. La España variopinta se encontraba y reconocía, se dejaban atrás unanimidades ficticias y lacerantes, quedaba en el pasado la pretensión de pensar a la sociedad como si se tratara de un ejército o una iglesia. A la luz del día y en las instituciones del Estado, la diversidad política, de ese momento en adelante, estaba obligada a convivir y por supuesto a competir, pero de manera pacífica, civilizada. Se estaba construyendo una casa para todos. Y eso, luego de décadas de supresión y acoso, resultaba alentador, entusiasmante. No fue casual que en muchos países (incluyendo el nuestro), la transición democrática española se estudiara y discutiera. Había sido ejemplar y sus lecciones estaban a la vista. Claro, para quien quisiera verlas.

Profesor de la UNAM

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios