Al revisar el acta estenográfica de la sesión del Consejo General del INE en la cual se declaró la validez de la elección de jueces, magistrados y ministros por una votación de 6 a 5, me vino un deja vu, una sensación de algo ya vivido. Esa impresión de que el pasado se instala en el presente.

Y al parecer no fui el único. El consejero Jaime Rivera dijo: “Puedo decir que encontrar evidencias y huellas de fraude, fue para mí como un viaje al pasado, cuando, siendo yo muy joven y representante de un partido socialista, denunciaba y reclamaba ante la autoridad electoral… esa clase de tropelías. Me recuerdo alegando ante el presidente de un comité distrital que las boletas lisas, sin huella de haber sido dobladas, no podían haber estado en la urna y por lo tanto no eran votos legales; o tratando de convencer que era imposible que en una casilla desangelada hubiese votado el 110% del listado de electores. Pero la respuesta era la misma. El presidente del comité ordenaba callar y sumar esos votos… Y desde la oposición casi nada podíamos hacer. Por fortuna, la transición democrática mexicana permitió superar la era del paleolítico electoral. No traicionemos esa transición avalando prácticas fraudulentas que, si quedasen impunes, actuarán como incentivos para continuar una regresión histórica”.

Los consejeros hablaron de casillas en las que votó más del cien por ciento de electores (seguramente producto de intensas ganas participativas); boletas planchadas que jamás fueron colocadas en las urnas (a lo mejor para no maltratarlas); candidaturas que obtuvieron el cien por ciento de los votos (subproducto del fervor que suscitaron); y por supuesto los hoy famosos acordeones. Todas las candidaturas ganadoras para la Suprema Corte, el Tribunal de Disciplina Judicial y la Sala Superior y en cuatro (de cinco) salas regionales del Tribunal Electoral fueron las que aparecían en los acordeones. Una operación de gobierno, ni siquiera disfrazada, para llevar a los suyos a ocupar esos importantes cargos en el Poder Judicial.

Nadie debería llamarse a sorpresa. Se sabía la intención de la mal llamada reforma judicial, un intento, logrado, para subordinar a dicho poder al Ejecutivo. La añoranza de nuestro anterior presidente, avalada por la actual, por aquel tiempo en que todas las instituciones del Estado rendían pleitesía al presidente.

Porque como bien dijo Jaime Rivera: “Una expectativa de escasa participación… bien podría haber hecho reflexionar que elegir jueces de esa manera no era una buena idea. Que quizás el desinterés ciudadano se derivaba de la propia naturaleza de esas elecciones. Sin embargo, la reacción fue un despliegue de fuerzas políticas y abundantes recursos económicos para promover las elecciones y la participación ciudadana, aun transgrediendo los límites que la Constitución y la ley establecen. Es ya muy conocido, para mal, el caso de los acordeones para votar. Por parte de agentes que debían permanecer al margen de estas elecciones, se produjeron y distribuyeron masivamente acordeones no sólo para influir con propaganda en la voluntad ciudadana —acción prohibida por la ley a los gobiernos y los partidos—, sino para suplantar la decisión ciudadana por un dictado desde el poder”.

Esto último es el quid del asunto. No fueron unas elecciones para decidir quienes debían ocupar los cargos, sino una operación gubernamental para hacerse del Poder Judicial. Primero la cúpula gobernante decidió quiénes deberían ser jueces, magistrados y ministros, y luego realizaron un simulacro de elección.

Profesor de la UNAM

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