A juzgar por las decisiones que, de forma incierta y transgresora toma Donald Trump a diario, podemos concluir que, visto lo visto, resultó contraproducente asociar el destino del comercio de México al interés avasallador del vecino del Norte. La disparidad de tamaño económico, tecnológico y militar entre las partes hacía previsible que el TLCAN, el T-MEC, o cualquier otro tratado que se firme con EEUU, va a quedar sujeto, no al clausulado del documento sino a los arrebatos de cualquier presidente que llegue a la Casa Blanca con ínfulas similares a las de Trump. Admitámoslo: pactar con un estado que no reconoce autoridad de ningún tribunal internacional y que negocia con la pistola cargada sobre la mesa debería apremiarnos a explorar otras alternativas.

Habría bastado repasar los hechos de los últimos doscientos años para anticipar las tensiones que fatalmente surgirían en la ruta por consolidar una sana convivencia entre países de tan asimétrica y distinta condición. Entre ellos hay, además, una larga lista de agravios difíciles de olvidar. Jeffrey Davidow, embajador que fue de EEUU en México (1998-2002) escribió “El oso y el puercoespín”, libro donde enfatiza la inevitabilidad de conflictos cuando se hace vivir a esas especies en una cercanía que a ninguna de las dos gusta. Geografía e Historia, empero, fijaron sus inmodificables condiciones que obligan a hallar fórmulas para proteger a México -el puercoespín- de ser arrollado por EEUU -el oso-, obseso en su instinto supremacista incluso en periodos de hibernación.

El fenómeno que Davidow describe en su obra se hace más obvio cuando, incapaz de bastarse a sí mismo, el puercoespín -consciente de sus debilidades- no se atreve a romper los lazos que lo hacen depender del oso, y le fuerzan a soportar estoicamente maltratos y humillaciones. Su cautela negociadora se explica, además, por el despojo que de la mitad de su hábitat original le hizo víctima el oso tiempo atrás. Por eso no afila sus punzantes púas -que las tiene- ni se anima a concretar alianzas con otros países.

La fábula, siendo ilustrativa, no posibilita retroceder las manecillas del reloj de la historia; induce, eso sí, a revisar las decisiones que nos llevaron a la crisis que hoy nos acecha. A mediados del siglo pasado, nuestra economía gozaba de buena salud y marchaba al ritmo con el que el país empezaba a desarrollarse. Aunque ya se comenzaban a producir en México, lo cierto es que carecíamos de la mayoría de los bienes que disfrutaban en el Primer Mundo. Precisamente a ese efecto se adoptó la política de Sustitución de Importaciones, impulsora de una industria, incipiente y modesta, pero que logró índices de crecimiento hoy irrepetibles. A esa etapa, que dio orden a las finanzas nacionales y alivió no pocos rezagos ancestrales, se la conoció como del Desarrollo Estabilizador.

Alemán, Ruiz Cortines, López Mateos y Díaz Ordaz mantuvieron sin variantes esa línea, acorde al país y a la población que teníamos. Desajustes los hubo, pero se corregían. Los excesos llegaron con Echeverría y con López Portillo: se extravió el buen juicio y la mesura, el equilibrio se rompió y las turbulencias financieras entraron en una espiral que endeudó al gobierno y afectó los bolsillos de la gente. Pequeño para la dimensión de la debacle, De la Madrid entreabrió la puerta a un tímido neoliberalismo que, con Salinas y Zedillo, se hizo dogma dominante: vendieron a precios de ganga empresas del estado, trasladaron a manos privadas bienes de la Nación, profundizaron la dependencia de México con Estados Unidos y abandonaron todo afán por mantener la autosuficiencia alimentaria y energética. Se amasaron enormes fortunas al tiempo que la desigualdad creció hasta límites intolerables. Ni el inocuo paréntesis panista -Fox y Calderón- y ni el que marcó la defunción priísta -Peña Nieto- alteraron el perverso esquema.

Y entonces llegó la 4T con el propósito -dijeron- de escribir “una nueva historia”. Y en esas andan, ahora con un Trump desbocado en el centro de la escena mundial.

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