Para mañana sábado se anuncia una movilización promovida incluso por la propia presidenta, como celebración de siete años del gobierno de su partido, con la consigna de reafirmar la transformación, sosteniendo que “no hay campaña que nos apague, el pueblo está muy consciente”. Pareciera que la aprobación presidencial hoy se mide en masa movilizada, más que en resultados reales, en programas sociales costosos, en deuda creciente, en dependencia de subsidios eternos. Asistimos a un presidencialismo movilizador.

Es inusual que un presidente en funciones convoque a manifestaciones multitudinarias para celebrar su mandato o sus políticas. En la historia reciente de México, el único antecedente claro, documentado y reconocido de un presidente en funciones convocando abiertamente a una masiva marcha de apoyo a su propio gobierno, fue José López Portillo en 1982, tras haber nacionalizado la banca. La movilización de mañana no surge de manera espontánea como protesta por actos de gobierno, sino desde el mismo poder, a modo de demostración de fuerza, con intención de legitimar políticas, reforzar la lealtad y/o apuntalar al régimen, todo bajo el discurso de la “transformación social”.

Hoy, en 2025, la narrativa oficial repite que casi el 91% de los recursos presupuestados a programas sociales ya fueron liberados, y se anuncia que para el próximo año la política social superará un “billón” de pesos, un volumen gigantesco, difícilmente sostenible sin ingresos crecientes, con endeudamiento permanente. La economía nacional no crece, los rescates recurrentes a Pemex, los sobrecostos de megaproyectos, el servicio de la deuda, la creciente carga financiera, los subsidios, las obligaciones sociales, todo se acumula. Esto no es un plan fiscal sostenible, es un mecanismo de mantener contento al electorado con dádivas, apoyos y presupuestos sociales. Banamex pronostica que la deuda-país seguirá creciendo, alcanzando en 2025 un nivel de deuda bruta del 58.1% del PIB y para 2027 del 60%, consecuencia de una estructura fiscal que “ya no da”. Los megaproyectos -refinerías, infraestructura pública, etc- seguirán demandando recursos, endeudamiento, mantenimiento y subsidios cruzados, propiciando que parte sustancial del presupuesto se destine más a mantener la estructura del poder que la economía real. En un escenario pesimista -caída de producción o precios del petróleo, recesión global, baja recaudación fiscal- los programas sociales habrían de recortarse, lo cual erosionaría la base de apoyo social del gobierno, provocando descontento.

Con beneplácito transformador se anuncian aumentos al salario mínimo, aunado a más vacaciones y jornada de 40 horas. Y que bueno, nadie puede oponerse a dignificar la vida laboral, pero lo sano sería lograrlo con crecimiento, con recursos genuinos, no exprimiendo a significativo número de emprendedores que ya ven desvanecerse las utilidades de sus empresas. La justicia laboral no debe construirse sobre un endeudamiento creciente ni sobre un sector productivo asfixiado, sino sobre una economía sólida que permita cumplir derechos sin hipotecar el futuro.

Lo que muchos celebran hoy como “transformación social” podría terminar siendo una estampida de deuda, subsidios irrealizables y movilizaciones forzadas. Y entonces -ojo- no bastará convocar marchas, hará falta motivar la economía real, recuperar productividad, inversión, empleo. El poder puede sostenerse con derivaciones presupuestales, pero un país con gente real, hospitales, escuelas, empresas, no se sostiene con dádivas eternas.

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