Cada día, en distintos lugares del país suenan los gatillos, a veces por por rencor, por una miserable suma o simplemente por nada. En un instante se apaga una vida, una familia queda rota, una comunidad pierde un pedazo de sí misma. Lo grave no es sólo el hecho, sino la costumbre con que lo recibimos, los balazos se han convertido en parte del paisaje cotidiano.

Vivimos en una sociedad donde la vida se ha abaratado, los muertos se vuelven cifras, las víctimas se reducen a tuits y titulares, y la indignación dura lo que una tendencia en redes. Nos conmovemos y al día siguiente seguimos con la rutina, en tanto, la amortiguación moral fomenta que la violencia crezca sin freno. La facilidad para conseguir armas agrava la tragedia, basta un contacto, un pago en efectivo, un cruce de frontera para hacerse de una pistola. La disponibilidad de armas legitima la idea de que cualquiera puede administrar su propia justicia. Que fácil se puede cegar, interrumpir una vida, un disparo, un parpadeo…y una vez consumado, es irreversible. Ya nada ni nadie devuelve a quien se fue ni recompone lo que se arrancó. Ninguna causa puede justificar el asesinato, el disponer de la vida de otro.

Las respuestas oficiales son un cliché: “Abriremos una carpeta de investigación”. “Actuaremos hasta las últimas consecuencias”. “No descansaremos hasta hacer justicia”. ¿En verdad van a hacer justicia? Justicia sería devolverle la vida a la víctima. Lo justo hubiera sido que el crimen no ocurriera. La verdadera impunidad no está solo en los tribunales, sino en la conciencia colectiva que ya no exige más. ¿Qué nos pasa? ¿Cómo llegamos a este punto en que la muerte se volvió tan fácil, tan rápida, tan accesible? En regiones enteras del país -Michoacán, Sinaloa, Guerrero, Zacatecas, Tamaulipas, Guanajuato, sin citar todos- la población vive en una guerra no declarada , donde salir a la calle es un acto de fe. No hay paz en los sitios donde dominan los cárteles, ni sosiego en las ciudades donde el crimen se confunde con la autoridad. La violencia no distingue clase ni geografía, alcanza al empresario, al periodista, al campesino, al estudiante.

Nos hemos convertido en espectadores de nuestra propia tragedia. Seguimos culpando al pasado, a Calderón, a la “herencia recibida”. No basta con repartir culpas, el país requiere respuestas, no excusas. Pacificar México implica reconstruirlo desde abajo, rescatar la autoridad moral del Estado, dignificar a las policías, asegurar la justicia y cortar el flujo de armas que nutre la barbarie. Es momento de romper la inercia, dejar de tolerar lo intolerante, recuperar la idea básica de que toda vida es valiosa. Sin eso, no hay política ni gobierno que resista. La paz no llegará por decreto, sino por decisión colectiva, por una indignación que no se enfríe y una conciencia que no se canse. Porque cada bala disparada no solo mata a una persona, mata también un poco de lo que fuimos, y de lo que aún podríamos ser. La vida es sagrada, nada justifica arrebatarla. No existe causa, motivo razón, pago, ni rabia que valga una existencia truncada a manos de algún sicario, mero juguete del destino.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios