El primero de septiembre coincidirán dos eventos en el corazón del centro histórico. En el Patio de Palacio Nacional, la presidenta Claudia Sheinbaum se plantará frente a funcionarios, legisladores e invitados para rendir su primer informe. A menos de una cuadra, en el edificio de la Suprema Corte, se instalará el nuevo sistema judicial con una Corte reducida y un Tribunal de Disciplina Judicial recién creado.

En Palacio, Claudia Sheinbaum se referirá en tono triunfal a la reforma judicial, presentándola como una conquista de la democracia participativa y como uno de los logros más emblemáticos de la 4T, parte del legado de López Obrador. El discurso buscará mostrar a la reforma judicial como victoria popular, aunque detrás persisten las dudas sobre si la justicia se democratizó o simplemente se volvió más vulnerable al poder político. En la Corte veremos un reducido tribunal supremo que promete democratizar la justicia, con riesgo de caer en la politización. En paralelo, nacerá el Tribunal de Disciplina Judicial, con facultades para sancionar y remover jueces. Para algunos es el fin de la impunidad judicial, para otros el preámbulo al control político. En este parteaguas institucional, el Ejecutivo se expande con un discurso que mezcla continuidad y promesas de unidad. En cuanto al Poder Judicial, éste se reduce en número y autonomía, bajo el argumento de volverlo más cercano al pueblo. Uno se agiganta en escena, el otro se contrae en atribuciones.

Mientras la presidenta intenta proyectar conciliación, el país inaugura un modelo que puede derivar en mayor confrontación. La elección de jueces y magistrados mediante voto popular puede abrir la puerta a campañas judiciales, a togados convertidos en candidatos, a la justicia como espectáculo electoral. Pero más allá de la retórica, el objetivo es transformar la justicia en algo más que un discurso de ocasión, el monumental rezago en tribunales no lo borra ninguna reforma de papel de un plumazo, figuras del pasado judicial permanecen como recordatorio de que nada cambia del todo, las deficiencias no desaparecerán por decreto y la independencia judicial no provendrá de las urnas sino de una verdadera cultura institucional.

Lo que viene no es una justicia ágil ni imparcial, sino un sistema en proceso de aprendizaje, atrapado entre viejas inercias y nuevas tentaciones políticas. La Corte estrenará sui generis presidente, del cual esperamos respeto a la sobriedad y el requerido profesionalismo para abatir el rezago de tantos expedientes, manteniendo vigente el tradicional respeto hacia la Suprema, pero la prueba será mayor: demostrar que puede ser un poder independiente, capaz de impartir justicia sin consignas. Esta Corte entra por la puerta chica, con la sombra de la sospecha y el escepticismo encima, mucho tendrá que demostrar para ganarse el prestigio requerido. No obstante, muchos somos los escépticos que no creemos que la nueva Corte nos sorprenderá por su capacidad y honestidad, hemos de reconocer que los nóveles ministros -incluyendo a magistrados y jueces- cargan con más dudas que certezas, más temores que confianza. Si la nueva Corte logra imponerse al descrédito, la historia los absolverá, pero si fracasan, la justicia mexicana quedará reducida a caricatura: un poder sin poder, una toga sin dignidad y un país sin árbitros.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios