Sandra Romandía acaba de publicar su libro Testigos del horror (Grijalbo). Su objetivo es dar cuenta de los hechos vinculados con el Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco. Específicamente, con las condiciones de seguridad en ese estado, los hallazgos, las inconsistencias narrativas y en las investigaciones, las acciones del Cártel Jalisco Nueva Generación y las omisiones de las autoridades federales y estatales. Es especialmente relevante la descripción hecha a partir de entrevistas y testimonios del “modelo de logística criminal arraigado en esa región”, para el reclutamiento, privación de la libertad, selección y exclusión de aptitudes para las armas, eliminación de los “no aptos”, entrenamiento de los elegidos y realización de las operaciones militares.

Entre todo el material del libro, resalto un tema poco explorado entre nosotros. En palabras de Sandra, “cómo se planteará en México, tomando el Rancho Izaguirre como ejemplo y punto de partida, el trato de víctimas a victimarios” (p. 192). ¿Cómo se determinará la responsabilidad de quienes fueron obligados a combatir y en esa condición cometieron graves delitos? ¿Qué trato se dará a quienes en su condición originaria de víctimas terminaron siendo victimarios?

Una primera respuesta puede provenir de lo dispuesto en la fracción V del artículo 15 del Código Penal Federal. Considerar que el delito se excluye porque la persona obró por la necesidad de salvaguardar un bien jurídico propio o ajeno ante un peligro real, actual o inminente (“estado de necesidad”). Desde luego, este planteamiento enfrenta el problema de la continuidad. Determinar si todo lo realizado como victimario depende de la condición de víctima originaria o si, por el contrario, es posible —y cómo— separarlos entre sí. ¿En qué momento, en qué casos y bajo qué condiciones, una persona actuó en tal “estado de necesidad” y cuándo lo hizo motu proprio?

Con todo y sus dificultades probatorias, es posible diferenciar los momentos de participación cuando las acciones se realizan en un mundo en el que —por decirlo así—, lo excepcional es la conducta delictiva. Sin embargo, resulta de gran complejidad en aquel otro en el que la violencia criminal y la exclusión estatal están normalizadas. En un mundo en el que los criminales gobiernan e imponen sus condiciones normativas, y las autoridades —excluidas, coludidas o participantes— intervienen donde se les permite hacerlo.

La complejidad de este tema fue enfrentada por la Corte Penal Internacional (CPI) al resolver en 2021 el caso de Dominic Ongwen. Una persona que a los nueve años fue secuestrada por el “Ejército de Resistencia del Señor” de Joseph Kony en Uganda. La CPI determinó que era factible diferenciar entre la situación originaria de víctima y la posterior de victimario. Que los asesinatos, violaciones, esclavitud sexual, matrimonios forzados, conscripción de menores de edad y ataques contra la población civil fueron realizados con el carácter de comandante y dejaron de guardar relación con el reclutamiento forzado originario.

Uno de los mayores problemas de nuestro presente radica en los asuntos que estamos posponiendo para el futuro. La manera en la que —por incapacidad o pertenencia— las autoridades dejaron de enfrentar estas situaciones. El de las relaciones víctima/victimario es uno de ellos. En un futuro no muy lejano aparecerán colectivos, procesos judiciales y comisiones de la verdad que, al poder y querer enfrentar lo que hoy ya acontece, harán todavía más difícil y dolorosa nuestra lastimada convivencia nacional.

Ministro en retiro de la SCJN. @JRCossio

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