Denomino “dilema de la impunidad” a la situación que enfrenta el poder público de un país cuando, para contener a quienes actúan contra el orden jurídico, tienen que transformar la procuración y la administración de justicia a sabiendas de que las nuevas autoridades podrán actuar en su contra poniendo en riesgo su permanencia y la existencia del régimen.

Para que ocurra una situación como la que menciono, tienen que concurrir varios elementos. Primero, un régimen en el que una parte de sus integrantes estén involucrados en la corrupción activa o su tolerancia. Segundo, la presencia de grupos delictivos capaces de impedir que las autoridades les apliquen el derecho por los actos ilícitos que cometan. Tercero, un sistema de procuración e impartición de justicia sin la legitimidad ni las competencias necesarias para imponer el derecho a las autoridades y a los delincuentes.

Cuando estas condiciones se actualizan las autoridades estatales —legislativas, administrativas y judiciales— no pueden reformar ni empoderar a los órganos del sistema porque una vez transformados y legitimados, estarían en condiciones de aplicar el derecho tanto a los delincuentes como a los funcionarios.

Es posible imaginar, por ejemplo, que ante la inseguridad derivada del tráfico de drogas, armas o personas, el gobierno decidiera fortalecer a los órganos de las fiscalías, las policías y los servicios periciales, ampliar las competencias y atribuciones de los juzgadores, así como crear un más amplio marco normativo para realizar actuaciones preventivas y reparadoras de ese tipo de delitos. Es posible imaginar, también, que en tales situaciones los órganos competentes investigarían y procesarían a los delincuentes, por lo que pronto tendrían que combatir a las distintas redes entre éstos y autoridades, hasta terminar procesando y sentenciando tanto a unos como a otras. Que las autoridades reformadas tendrían que actuar en contra de los políticos y funcionarios de todo tipo que recibieron dinero para su consumo personal o para el financiamiento de campañas, autorizaron la entrada de mercancías ilegales al país, incumplieron sus tareas de vigilancia, no prepararon sus carpetas de investigación, absolvieron procesados en dudosas condiciones, asignaron indebidamente bienes o servicios públicos y un largo, muy largo, etcétera.

Expresado sintéticamente el modelo de la paradoja, podemos preguntarnos si corresponde con la actual condición mexicana. Estimo que sí es constitutiva de la “paradoja de la impunidad”. Uno, porque existe corrupción y patrimonialismo en amplios segmentos de los funcionarios públicos de los distintos niveles de gobierno. Dos, porque existen redes de intereses y protección entre los integrantes de los gobiernos anteriores y el actual. Tres, porque el sistema de procuración e impartición de justicia es débil y nada se ha hecho para mejorarlo o fortalecerlo. Cuatro, porque existen poderosos grupos criminales que directamente enfrentan al poder público y le disputan su gobernanza. Cinco, porque existe una muy extendida complicidad entre las autoridades y los delincuentes.

El conjunto de estas condiciones impide que el gobierno actual —como sus antecesores— pueda reformar al sistema de justicia porque sabe que al hacerlo posibilitaría las condiciones de su propia persecución. Porque, y aquí está el meollo del asunto, gracias a su pragmática cerrazón, las delincuencias han avanzado tanto que han erosionado su legitimidad y sus capacidades de gobernabilidad. La reforma judicial en curso es una muestra perfecta de ello. En su búsqueda de protección, le está regalando los jueces a los delincuentes. El gobierno no se está dando cuenta de que, paradójicamente, permitió y sigue posibilitando su desplazamiento por quienes no puede combatir y están poniendo en riesgo su propia existencia.

Ministro en retiro de la SCJN.

@JRCossio

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