La desigualdad ha sido el signo de nuestro país. Lo fue entre los pueblos originarios, también en la conquista, el virreinato, los siglos XIX y XX y ahora nos alcanza con severidad. Duelen, y mucho, las frases de Humboldt publicadas en 1811, al igual que las de Morelos de 1813 contenidas en los “Sentimientos de la Nación”, o los reportes más recientes del Coneval.

Preocupa que la desigualdad sea tan extensa, que abarque todos los espacios de la vida colectiva y que sea tan profunda que provoque que convivan en nuestra sociedad las realidades de naciones contrastantes como Haití, Yemen o Nigeria y Suiza, Noruega o Singapur. En México se refleja en el ingreso, la salud, la educación, la alimentación, la vivienda, el acceso a servicios básicos como agua potable y drenaje, pero también en la seguridad, la justicia, la información, la democracia o la libertad.

Lo terrible es que en México la desigualdad ha sido de siempre, pero lo alentador es que no debe ser para siempre. Debe estimularnos que en muchas sociedades se ha podido disminuir sustancialmente, lo que significa que tiene remedio. Los que piensan que “regalando” dinero se termina con el problema, están equivocados. Se requiere de una política de Estado integral, consistente y sostenida, vigilada sistemáticamente y ajustada según los resultados que se alcancen paulatinamente.

Se demanda de la participación de los poderes públicos y también de los sectores privado y social. Se requiere de la intervención de instituciones, pero también de grupos organizados, de familias y personas. Solo se tendrá éxito si forma parte de un nuevo estilo de vida, de un cambio cultural, de una ética distinta, de una “Hazaña Nacional”. Tomará décadas hacerlo y, en consecuencia, para lograrlo, debe trascender a gobiernos, partidos, ideologías, políticos y administradores.

Precisamente porque conseguirlo tomará mucho tiempo, es urgente iniciar la tarea. Habría que hacerlo con una gran convocatoria y como una forma de favorecer la unidad nacional. Como un mecanismo para atender lo importante y dejar atrás lo superficial e intrascendente. Como una forma de pensar en grande, de reconocer nuestros problemas, de generar esperanza, de diseñar un futuro mejor. Es un asunto de todos, una responsabilidad colectiva.

Hacerlo cuesta, pero no intentarlo nos conducirá a un mayor atraso y a ocasionar que en el futuro, cuando alguien sensato y comprometido lo intente, nos reclame, porque entonces costará aún más. Se trata de una tarea ineludible, de una que se puede posponer con costos sociales económicos y políticos crecientes, pero que no podrá dejar de hacerse. Es verdad que liderar una convocatoria como la que se plantea requiere de toda la determinación y también que el esfuerzo vale la pena.

Respondamos con honestidad algunas preguntas fundamentales: ¿Alguien se puede oponer a construir una sociedad más justa y menos dispar? ¿Es moralmente válido tener a millones de personas que viven en la pobreza extrema y contrastan con otros a quienes todo les sobra y viven con excesos? ¿Es posible seguir en un modelo en el que millones de personas carecen de la dignidad humana esencial? ¿Es viable una sociedad con millones de analfabetos, de personas con rezago escolar, sin acceso a la salud, sin empleo completo y con mala nutrición?

El tiempo para postergar los cambios que se requieren terminó. Mal hará quien piense que lo que tiene siglos de existencia cuenta con décadas de permanencia. Urge iniciar el cambio, posponerlo asegura la explosión. No hay razón para postergar lo inevitable. Cumplamos con el compromiso ético que tenemos.

Exrector de la UNAM @JoseNarroR

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