Reclamo presidencial. El decálogo presentado el domingo por la presidenta de la República al Consejo Nacional de Morena podría ser un tímido reclamo de mayores márgenes de poder y gobierno frente a un partido perteneciente a López Obrador. Ambos, con un peso sin precedentes en la administración pública y el gabinete del Ejecutivo, en el control del Legislativo y, en 24 días, del Judicial.
¿Partido instrumento de presidentes o presidentes instrumentos del partido? A quienes simplifican equiparando este vuelco con una involución a los “viejos tiempos” del PRI y sus antecesores, como incluso lo hace Zedillo en sus compartibles, en general, pronunciamientos de la semana pasada, baste recordarles la indiscutible centralidad de la Presidencia en el sistema político mexicano. En todo caso, la crítica radicaba en que el partido era un instrumento más de los presidentes, mientras que el derrotero tomado por AMLO —y que pareció incomodar a la presidenta en su decálogo— se dirige a convertir presidentes, legisladores y jueces en instrumentos del partido y su creador: el nuevo centro del sistema político mexicano. Un estadio superior, dirían las clásicas, de la figura histórica del Maximato. La permanencia en el poder ahora se cimenta en un partido con vocación de perpetuidad y hegemonía total y no, como en el pasado, en el ciclo de vida —física o política— del jefe máximo (1928-1935).
Poderes subordinados al partido. Contra esa ruta parecería ir la cláusula del decálogo Sheinbaum opuesta a la conversión de Morena en partido de Estado. Si la frase no obedece a la repetición automática de la vieja, imprecisa retórica de la oposición que veía un partido de Estado en el PRI no parecería creíble que la presidenta fuera ahora contra la existencia misma del sistema de partido de Estado, de cuya construcción actual ha formado parte destacada. Por eso aquí el decálogo iría más bien contra el hecho de que ese partido de Estado le pertenece a López Obrador, quien lo concibe en el modelo de los partidos comunistas del socialismo real. En ese esquema, el partido de Estado, con su jerarca a la cabeza, constituye y domina —visible o apenas oculto, en el México de hoy— los poderes formales del Estado. Desde luego, al Ejecutivo, el jefe o la jefa de gobierno, con la colocación de los suyos en los cargos clave del gabinete, como se deja ver en la Presidencia de Sheinbaum. En este modelo, el partido y su jerarca también son determinantes en la integración del Legislativo: las dos cámaras del Soviet Supremo en la desaparecida Unión Soviética y aquí las supermayorías espurias que en el Congreso han sacado adelante el proyecto de AMLO de cambiar la Constitución democrática liberal por un régimen autocrático antiliberal. Y en el mismo sentido marcha la ‘reforma´ para mutilar los avances en la independencia del poder judicial, que en tres semanas quedará integrado por jueces, magistrados y ministros ‘del pueblo’, encarnado en López Obrador.
El fantasma de Palenque. La lectura más frecuente del decálogo pone el énfasis en sus dedicatorias a detentadores y operadores de su partido, actrices y actores secundarios que suelen desafinar determinaciones y posiciones clave de la presidenta, por cuenta propia o de AMLO. Ello muestra las tensiones internas que podrían estremecer la formidable maquinaria de poder del ‘nuevo’ régimen. Pero también podría estar reflejando la angustia de una presidenta ante el acertijo o el dilema de gobernar con o sin el partido de AMLO: con o sin AMLO, con o sin un Congreso dominado por el partido de su antecesor, el invisible, inasible fantasma de Palenque.
Académico de la UNAM.
@JoseCarreno