En demérito de la institución presidencial. A pesar de su reiteración frecuente, no deja de asombrar la naturalidad con que la presidenta Sheinbaum asume —en palabras y en hechos— la injerencia en su gobierno del poder del expresidente López Obrador. Y así, más que un informe de sus primeros cien días en palacio, la presidenta pareció anunciar los planes de un séptimo año del régimen de AMLO. E incluso de un proyecto multianual, según se puede inferir del mensaje, para consolidar un ‘nuevo régimen’ gestionado bajo las concepciones, condiciones, decisiones y distorsiones del expresidente. Lo más notable: el demérito de la centralidad y la supremacía de la institución presidencial que privó en el sistema político mexicano desde hace 90 años, tras el fin de la época de los caudillos, a la muerte de Obregón en 1928, y tras la conclusión del Maximato, con la expulsión de Calles por el presidente Cárdenas en 1935.

El cambio más insólito. La percepción de este corrimiento de la centralidad presidencial podría significar el cambio más insólito y trascendente impuesto por el nuevo régimen al sistema político. Por lo pronto, supuestamente, con una anacrónica reposición de la fórmula callista para enfrentar la crisis provocada por el vacío que dejó el asesinato de Obregón. Sólo que ahora sin crisis que resolver con esa suerte de ‘jefe Máximo de la Transformación’ en que el discurso de los cien días de Sheinbaum pareció erigir a su antecesor. Puesto en perspectiva, este desvanecimiento de la supremacía del Ejecutivo parece fundirse con el desfondamiento del Poder Legislativo como freno y contrapeso del poder absoluto; con el sometimiento del INE y del Tribunal Electoral para la integración tramposa de una avasallante supermayoría al servicio del desquiciamiento jurídico del país ordenado por AMLO. La pérdida de peso de la figura presidencial se vincularía también con la desintegración del Poder Judicial, para suplantarlo con la palanca de un proceso electoral viciado desde su diseño hasta su ejecución en curso. Y, también, con la desaparición de los órganos constitucionales autónomos, a fin de remover los acotamientos al poder absoluto.

Qué poder trascendería la figura del ‘jefe máximo’. En este punto, los poderes así reconcentrados no parecen haber regresado al arsenal de la cabeza del Poder Ejecutivo, en el modelo presidencialista de medio siglo atrás. En cambio, todo indica que se fueron a los caudales políticos del ‘caudillo’ que domina el Congreso, que se dispone a hacerlo con jueces, magistrados y ministros; que parece dictar la parte medular del discurso del Ejecutivo y ha creado la percepción de haber nombrado al menos la mitad del gabinete de la actual presidenta; que controla el partido oficial como árbitro de los intereses y las expectativas de caudaloso personal político oficialista, entre otros factores reales del poder dominante en la nación. Este armado minucioso de concentración de poderes al margen de la institución presidencial no parece corresponder ni al ‘caudillo’ ni al ‘Jefe Máximo’ del México de un siglo atrás, ‘títulos’ destinados a durar lo que sus exponentes permanecieron en escena. Aquí entramos al terreno de la especulación. Pero de la experiencia de López Obrador como dirigente del PRI en Tabasco, de sus referentes de los países del socialismo real y de los aprestos para organizar y controlar aquí y ahora un poderoso partido de Estado, podría explorarse la posibilidad de un proyecto de dominio que trascienda al ‘jefe máximo’, basado en el control, desde el partido, de los órganos formales del Estado: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, como ya parece hacerlo en lo personal. Aunque el empoderamiento de las fuerzas armadas ha puesto a circular la especie de un modelo venezolano en ciernes. Ya se verá.


Académico de la UNAM. @JoseCarreno

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