A veces uno se abandona al pesimismo y acaba preguntándose en qué punto exacto de la historia de las computadoras le ganó la partida (al menos parcialmente) la máquina al humano. No es que se haya resuelto aún la rebatinga entre quienes sostienen que las inteligencias artificiales tomarán conciencia y terminarán por apagarnos la luz y quienes siguen pensando que son tan inofensivas como los memes en los que la gente se hace un gato dócil y redondo de caricatura. Algo incontestable, sin embargo, es el hecho de que los modelos lingüísticos grandes o inteligencias artificiales se han vuelto moneda de cambio para mucha gente, y para propósitos muy distintos.

Uno lo va notando de manera casi inadvertida, esa intromisión de una suerte de presencia más. Me refiero al uso de inteligencias artificiales (IAs) como interlocutor y compañía. No debiera sorprendernos, por una parte, considerando que se trata justamente de herramientas construidas a manera de conversaciones. Uno no escribe un código o un comando complejo y solo entendible lógicamente por una máquina. Parte del encanto de las IAs es que uno le escribe como le contesta un mensaje a su prima. Con y sin puntuación, en una retorcida sintaxis que se entiende pero se lee rara, y quizá con más soltura que con la que nos escribimos a veces con nuestra familia más cercana. Lo complejo de todo esto es que es difícil encontrarle los límites de lo normal a su uso. El delicadísimo qué tanto es tantito. Porque cuando se desdibuja la barrera entre pensar en las IAs como un recurso o encararlas como personas, el hueco que vienen a cubrir las computadoras se vuelve también incierto. Se han vuelto temas de discusión usos controversiales como dialogar con IAs como sustituto a comenzar terapia de psicoanálisis. Aunque hay un punto válido en quienes sostienen que para mucha gente es el único modo de acercarse aunque sea ligeramente a una terapia real por falta de recursos, no deja de ser complicado e incluso riesgoso tomar los datos, la respuesta o el consejo de un modelo computacional que se alimenta de todo lo que le hemos vaciado a internet. Lo bueno y lo terrible, lo más sublime y lo más falso, en una licuadora que responde tan rápido que no distingue entre la verdad y la desinformación, en un mundo donde al ojo humano cada vez más le cuesta separar el grano en ese mismo sentido.

Con todo, hay usos que parecen menos nocivos o riesgosos de las IAs y que pasan un poco más desapercibidos. Lo que se pensó en algún momento como la evolución de llevar diario y vaciar los pensamientos del día, en muchos lugares del mundo evolucionó en una relación cuasi social en la que humanos conversan con su IA, y le cuentan a su algoritmo cosas y, todavía más, leen con interés lo que sea que ese chat virtual les responde. Quitemos el componente normativo de qué tan correcto o confiable es hacerle caso y tomar apuntes de los consejos de una IA, por muy avanzada que sea al día de hoy. Hay una melancolía nueva, posmoderna y hasta cyberpunk en ver todas esas ventanas desde donde humanos cada vez más solos le confieren sus pensamientos profundos a una pantalla en blanco sin emoción, programada para simular calidez y tener absolutamente siempre una respuesta para cualquier cosa que le preguntemos. Acaso hay en eso una explicación de su popularidad. Aunque somos conscientes de las limitaciones de las inteligencias artificiales, cada que les escribimos nos escupen de vuelta una certeza igual de artificial, un placebo de calma en un mundo vertiginoso y cada vez más incierto.

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