El país conmemora un año más de la lucha de las mujeres por un mundo donde caminen seguras y con las mismas oportunidades que los hombres. Aunque hay más información y la discusión sobre esta lucha, afortunadamente, ocupa un espacio mayor en la agenda pública, nos sigue costando trabajo como hombres entender la propia lucha y ser solidarios con ella sin buscar protagonismo ni sumarse de manera superficial a ella. Buscando no estorbar a las voces de mujeres que reclaman derechos básicos, reproductivos, laborales y políticos con vehemencia y claridad, anoto algunas ideas un día después de la marcha sobre quienes estamos alrededor de este movimiento y somos parte tanto del problema como de su solución.

La primera victoria como sociedad, pienso, radica en reconocer que tienen razón. No necesitan validación para sentir y para exigir, pero si la comunidad es parte del problema, toda la comunidad tendrá que asumir que tiene un problema y que es un problema público, social, de todos. Parece una obviedad, pero el primer paso en el ciclo de políticas públicas es, quizá, el más crítico de todos: definir el problema público. Pese a la gravedad de la situación de las mujeres en el país, habrá que reconocer con franqueza que se avanza institucionalmente pero no con la contundencia necesaria. Como sociedad, nos quedamos en este paso. Por eso nos enredamos cuando queremos hablar de soluciones al problema, porque para muchos reconocer el problema y su severidad es todavía asignatura pendiente. Y tienen razón en todo. No hay más. Claro que hay aristas mucho más afiladas del problema, pero no le resta razón a todo su encono y reclamo. En lo laboral, el machismo sigue imperando y las diferencias salariales siguen estando ahí, además del complicadísimo e injusto rol que se le confiera a las mujeres que trabajan. Se espera de ellas que sean madres, porque sí, y que sean buenas, y que aunque trabajen igual o más que los hombres, no descuiden la crianza de los hijos, como si su responsabilidad familiar fuese mayor únicamente por su género.

El mundo libra todavía una batalla que parecía inclinarse más hacia garantizar derechos reproductivos de las mujeres y, aunque en algunas partes de México se ha avanzado más que en otras, existe todavía un estigma social insólitamente pesado sobre las mujeres que, informadamente, deciden cómo vivir su sexualidad y su libertad reproductiva. Aunque hay muchos más frentes y dimensiones donde su libertad y vulnerabilidad es alta, la más grave y vergonzosa es la más básica: el derecho a ser mujer en México. La violencia contra las mujeres sigue siendo un tema urgente, doloroso y persistente. Desde el feminicidio hasta las agresiones que no culminan arrebatándoles la vida, no hemos logrado desnormalizar la idea de que las mujeres mexicanas no pueden salir a caminar, trabajar o divertirse sin antes pensar en todos esos espacios donde pueden estar en peligro: el metro, un autobús, un viaje comprado en una aplicación, en la calle, en su propia casa.

Seguimos pensando que no somos nosotros parte del problema. Y ése es un problema. Un ejemplo reciente lo ejemplifica sin titubeos. Hace unos días cobró notoriedad el caso de un ciudadano español que amenazó y agredió a la empleada de una cafetería en Mérida. Como suele pasar, el caso cobró relevancia porque el morbo se sacia cuando una noticia tiene video y la viralidad produce la presión necesaria para que se muevan los engranes necesarios de procuración de justicia. Cuando la policía local lo confrontó y le recordó sobre la gravedad del problema de violencia contra las mujeres en México, el agresor le pidió al oficial que no le hablara de respeto a las mujeres porque él trabaja con mujeres. Y ahí, quizá, convenga estacionar nuestro tren de pensamiento un rato. En ese lavado de conciencia que nos damos y tratamos de distanciarnos del problema. Ese curarse en salud: yo nunca me he comportado como aquél que hizo un desastre en la cafetería. Esa falsa credencial de quien responde: claro que yo respeto a las mujeres, si yo tengo hermanas. Como si eso nos diera puntos que podemos redimir quedándonos callados en esos chats grupales donde se hablar de las mujeres como un objeto. Usar esos argumentos esconde todas esas actitudes conscientes e inadvertidas en las que somos partícipes de este mundo hostil e inequitativo en el que, con más valentía que cualquiera, marchan las mujeres mexicanas.

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