A la memoria de Julieta Fierro
Aunque es más célebre por sus pinturas sobre máscaras, James Ensor tenía una fijación por el efecto de la luz en los objetos. Pro luce nobilis sum, decía el expresionista belga. Soy noble por la luz, y quedándose pasmado ante las máscaras y calaveras en su obra, uno tiene que darle la razón. Porque la luz es, evidentemente, fundamental en todo aquello que para nosotros es el mundo y su equilibrio. Cierto, pero nuestra relación con ella es mucho más profunda y, desde luego, añeja como el tiempo mismo.
Se me ocurre que parte de la fascinación humana por la luz es su naturaleza ambivalente. Bajen sus teclados, físicos y astrónomos, que ya me explico. Medimos la luz y estudiamos su comportamiento y la encontramos rapidísima. 299,792.458 metros por segundo, para ser exactos. Luego uno voltea hacia arriba cuando no está cayendo un diluvio infinito en la ciudad y, con suerte, se asoman algunos puntos de luz. Lo que uno mira no es real. Mejor dicho, ya no es real, o es apenas una fotografía del pasado. Porque aunque la luz se mueve más rápido que nadie, casi todo está tan lejos allá afuera que nos llega su luz incluso cuando un objeto ya no está, o está en otro lado.
Hay un experimento harto célebre por lo confuso que resulta. Se le llama prueba de la doble rendija y es, en principio, bastante simple. Al hacer pasar partículas de luz por dos rendijas, el resultado de cómo las atraviesa la luz cambia si se está mirando el experimento o no. Aunque no se le mire, se sabe que cambia porque se mide y es aquí donde todo se enreda. Pensamos que podemos medir todo con precisión de regla milimétrica y el mundo cuántico nos demuestra que, como decía Heisenberg, no pueden medirse las cosas pequeñitas con toda precisión. Todavía más, el hecho pasivo de acercarse a medirlas es todo menos eso, pasivo. Entendimos, pues, que la luz existe como partículas y como ondas. Cuando miramos su comportamiento, cuando la medimos, pareciera que elige uno de estos estados y se nos manifiesta. Casi igual de inefable como querer atrapar con el puño un haz de luz es entender su naturaleza.
Nuestra relación con la luz es compleja y bellísima, aunque le entendamos poco. Desde hace algún tiempo, alumbramos una iglesia por la noche de modo tal que ciertas partes quedan más iluminadas que otras en un efecto que captura la mirada de cualquiera. Uno de los principios viejos de seguridad pública rezaba que un vecindario peligroso podía hacerse menos con postes de luz, porque el crimen sucede más en la penumbra, según su lógica. Nuevamente, parece que la luz significa muchas cosas a la vez y es alocadamente relativo lo que asimos de ella. Percibimos algo más o menos estéticamente agradable con una combinación de luz y sombras, pero también creemos, como decía Ensor, que la luz ennoblece un espacio y lo vacuna contra el infortunio. Tan sublime como lo decía Sabines, “todo se hace en silencio, como se hace la luz dentro del ojo”, y tan mundano como retrasarse en un recibo y ver una camioneta acercarse con el poder de cortarle a uno la luz.
Una comunidad sorprendentemente grande no sólo de científicos sino de humanos de todas dimensiones de oficios lamentamos la partida de Julieta Fierro, científica, profesora y una de las divulgadoras de la ciencia más potentes que haya pisado el planeta. Su tenacidad tenía esa característica lumínica: hacer que el conocimiento se extienda sobre todos los ojos que lo estén buscando. El legado que deja la profe Fierro se convierte en otro misterio en la retina: hay luces distantes y aunque todo se mueve, hay algunas que, por suerte, no se apagan con el tiempo.