La relación entre México y Estados Unidos está en un punto crítico. Donald Trump ha concedido un mes más de gracia antes de imponer aranceles a las exportaciones mexicanas, una medida que, aunque pospuesta, sigue latente como una amenaza inminente. Pero este conflicto va más allá de la presión comercial: en Washington, la percepción de que el gobierno mexicano ha sido cómplice del crimen organizado ha cobrado fuerza, y Trump no ha dudado en usarla como un argumento central en su discurso de seguridad nacional.

Hace unos días, el gobierno estadounidense emitió un comunicado explosivo en el que acusó a México de mantener una “alianza intolerable” con los cárteles de la droga. El mensaje coincidió con la entrada en vigor de los aranceles y con un golpe financiero en los mercados internacionales. La caída de las bolsas fue inmediata y obligó a Trump a replantear su estrategia en cuestión de horas. Sin embargo, su decisión de aplazar las sanciones no significa que la presión haya cesado.

El trasfondo de esta tensión se centra en un hecho innegable: México ha cambiado su postura en la lucha contra el crimen organizado y lo ha hecho de forma abrupta. En cuestión de semanas, el gobierno de Claudia Sheinbaum ha enterrado en los hechos la política de “abrazos, no balazos” de López Obrador, implementando acciones que su antecesor evitó durante todo su sexenio: la destrucción de laboratorios clandestinos de fentanilo, aseguramientos de droga, la detención de criminales ligados al narcotráfico y la entrega de 29 capos de alto perfil a EU.

Cada uno de estos golpes representa, en esencia, una crítica implícita a Andrés Manuel López Obrador. Su administración dejó intacto al crimen organizado y permitió su expansión a niveles sin precedentes. Fue él quien declaró públicamente haber ordenado la liberación de Ovidio Guzmán, hoy considerado terrorista por el gobierno estadounidense. Fue él quien optó por la política de tener deferencias con la madre del narco más buscando del mundo mientras los cárteles extendían su control territorial más allá de las rutas tradicionales de trasiego.

A pesar del endurecimiento de las medidas del gobierno mexicano en el combate al narcotráfico, Trump no ha cedido en su narrativa. En su último comunicado, la Casa Blanca mantuvo la acusación de que México sigue permitiendo que los cárteles operen con impunidad. Peor aún, denunció que el Estado mexicano brinda “refugios seguros” para la fabricación de fentanilo, la droga que ha causado la muerte de cientos de miles de estadounidenses.

Al mismo tiempo, Trump continúa con su estrategia de negociación de siempre: un día insulta y amenaza, al siguiente elogia y halaga. Declaró que Sheinbaum es “una mujer maravillosa” que está “trabajando duro contra la migración y el tráfico de fentanilo”, pero sus principales funcionarios —incluyendo el vicepresidente, el secretario de Estado y el secretario de Comercio— siguen describiendo a México como un “narcogobierno”. Apenas la semana pasada, Trump volvió a arremeter contra México en un discurso ante el Congreso, asegurando que la complicidad entre el gobierno y los cárteles es una amenaza directa para la seguridad nacional de EU.

Trump no improvisa. Su retórica está construida sobre hechos concretos: el sexenio de López Obrador dejó una mancha indeleble en la relación bilateral. La captura de Ismael "El Mayo" Zambada por fuerzas estadounidenses, sin involucrar al gobierno mexicano, es una prueba de la desconfianza de Washington. EU ni siquiera consideró informar a México sobre la operación, un mensaje claro de que las agencias de seguridad estadounidenses operan bajo la premisa de que las instituciones mexicanas no son confiables.

Claudia Sheinbaum ha heredado más que un país en crisis: ha recibido una estructura gubernamental infiltrada por el crimen organizado. Los gobernadores cuyas campañas fueron financiadas con dinero del narcotráfico ya figuran en los expedientes de agencias de seguridad estadounidenses: Américo Villarreal y Rubén Rocha Moya son solo dos de los muchos nombres que aparecen en esas listas. A ellos se suman políticos y operadores involucrados en el tráfico de huachicol, como Mario Delgado y Ricardo Peralta, quienes estuvieron ligados a las redes del fallecido Sergio Carmona. Y, por si fuera poco, exgobernadores que entregaron sus estados al crimen y hoy gozan de protección oficial, como Adán Augusto López, Cuauhtémoc Blanco y Cuitláhuac García.

Pero el verdadero peso de esta herencia no está en los nombres individuales, sino en la sombra de quien los protegió: Andrés Manuel López Obrador. Washington tiene expedientes sobre él y su círculo cercano desde hace años. Sus acciones, omisiones y alianzas con actores del crimen organizado están documentadas en agencias de inteligencia estadounidenses.

Reducir la presión de Trump a un simple tema de política comercial es ingenuo. El conflicto es mucho más profundo. El plazo de un mes que ha concedido EU no es solo un margen para negociar aranceles; es una advertencia velada de que la paciencia de Washington se está agotando.

Sheinbaum enfrenta un dilema político de alto riesgo. Si decide romper definitivamente con el legado de su antecesor y actuar con firmeza contra el crimen, desatará un conflicto interno en su propio partido. Si opta por la tibieza, corre el riesgo de que Trump pase de las amenazas a las sanciones concretas, con consecuencias económicas devastadoras para México.

El país necesita, más que nunca, un liderazgo firme que enfrente a los cárteles y recupere el control del territorio. Lo contrario es seguir llenando la piñata de dulces para que Trump la siga apaleando.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.