En México, la justicia se ha convertido en una puesta en escena. Lo que ocurrió en el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, es la prueba más reciente y desgarradora de ello: un sitio de exterminio descubierto por un colectivo de madres buscadoras fue minuciosamente transformado en una grotesca escenografía para el control de daños del gobierno.

El 5 de marzo, ese lugar reveló su horror: restos humanos, prendas calcinadas, zapatos, fragmentos de cuerpos, evidencias de crematorios clandestinos. Un campo de entrenamiento y exterminio del crimen organizado. El hallazgo, por su magnitud, merecía la más enérgica respuesta del Estado mexicano. Pero lo que vino fue una cadena de simulaciones, omisiones y desplantes de insensibilidad.

Claudia Sheinbaum decidió mirar hacia otro lado, escudándose en la inexistente autonomía de la Fiscalía General de la República. “No me meto”, vino a decir, como si el dolor de miles de familias mexicanas no fuera un asunto de Estado, sino un problema técnico. Su estrategia es evidente: lavarse las manos, evitar el desgaste y trasladar la responsabilidad a su cómplice: un fiscal cuya credibilidad está por los suelos.

Alejandro Gertz Manero, titular de la FGR, reaccionó al estilo López Obrador: culpó a la fiscalía estatal, denunció omisiones y acusó fallas en la cadena de custodia. Pero en el fondo confirmó lo evidente: el caso es de competencia federal. Los grupos criminales relacionados con el predio operan en varias entidades del país. Aun así, mientras las instituciones se lanzaban la culpa, el sitio fue intervenido, limpiado y transformado para un nuevo propósito: simular que se hace justicia.

Cuando las madres buscadoras y los medios fueron convocados al predio, lo que encontraron fue un terreno cercado, vacío, manipulado. Los restos habían desaparecido. El altar a la Santa Muerte, que se viralizó en redes, también. No había peritos, ni excavaciones, ni evidencias. Solo cámaras, cintas de precaución y funcionarios ausentes. No era una diligencia: era un montaje.

Una madre, entre lágrimas, lo dijo con crudeza: “Esto no es transparencia, es una burla”. Otra agregó: “Yo no vengo a ser la burla de nadie. Vengo a buscar a mi hijo”. Más de 300 personas asistieron, con la esperanza de ver justicia, pero presenciaron una humillación pública. Una madre sufrió una crisis emocional. Otras no pudieron contener el llanto. Porque ahí no estaba la verdad. Solo un decorado vacío.

El gobierno quiere reducir el horror de Teuchitlán a un incidente local. Pero no lo es. Es parte de un patrón nacional de impunidad, simulación y abandono. En todo México —de Tamaulipas a Sonora, de Veracruz a Jalisco— se repite el mismo horror: fosas, restos humanos, desapariciones. Y frente a todo esto, un Estado que actúa como si nada pasara.

Gertz Manero, el fiscal que dirige esta obra siniestra, no es nuevo en el teatro de la simulación. Utilizó la FGR para perseguir a su familia política, hostigó a científicos, exoneró a Cienfuegos, fue acusado de plagio y enriquecimiento inexplicable, escondió dinero en paraísos fiscales y se retrató con abogados del narco. ¿Qué podría salir mal?

El rancho Izaguirre es la escena de un crimen, no un foro de relaciones públicas. Cada vez que el Estado elige la simulación por encima de la verdad, la justicia se aleja un poco más. Y con ella, la esperanza de un país que no debería acostumbrarse a vivir entre el horror y la mentira.

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