Todas las mediciones sobre percepción de inseguridad, y la inmensa mayoría de los estudios sobre la realidad en incidencia delictiva, desnudan una terrible realidad: nuestro sistema de seguridad pública no ha cumplido sus objetivos. En México se cometen más delitos que antes, nuestra sociedad es más violenta que nunca y la impunidad se ha dejado crecer en forma complaciente e irresponsable. La cultura de la ilegalidad, la descomposición sistemática del tejido social en la inmensa mayoría de los municipios, el abandono histórico de nuestras policías, la innegable corrupción, las resistencias internas y una dañina militarización, han sido las causas del mayor de nuestros males: la inseguridad pública; el temor de ser víctimas de violencia y de delitos y la perspectiva de que los delincuentes quedarán impunes. La desesperanza. Dígase lo que se diga —en el mejor de los casos que seguimos igual (de mal) con respecto a los años recientes— es tiempo de recuperar las oportunidades perdidas para rescatar nuestro mal logrado sistema de seguridad pública en algo que funcione bien y sea capaz de establecer un clima de prosperidad compartida, apropiado para el ejercicio de nuestros derechos y libertades.
Por fortuna, expertos provenientes de los sectores público y privado han construido un conjunto importante de propuestas para la reconducción hacia un sistema de seguridad pública funcional. De entre ellas, promover el desarrollo de una cultura de la legalidad con perspectiva de género, derechos humanos, interculturalidad y respeto a las diversidades, resulta cardinal en la prevención de la violencia y los delitos. Fortalecer las policías, comenzando por las municipales, para que se conviertan en cuerpos civiles profesionales, suficientes, competentes y comprometidos con el bien comunitario es crucial para producir inteligencia y participar acertadamente como primeros respondientes en la investigación de los delitos, de modo que los casos no fracasen ante los tribunales. En este sentido, la desmilitarización es irremediable, para que las fuerzas armadas rescaten su misión natural y las policías puedan desarrollarse con plena autonomía.
Para lograr lo anterior, se necesitan presupuestos suficientes y bien encauzados para salarios y prestaciones dignos, capacitación continua, servicio de carrera policial y equipamiento con los mayores avances en materia de fuerza, tecnología e inteligencia artificial. Aquí la medida de la inversión es simple: la delincuencia —sobre todo la organizada— jamás puede tener más y mejor equipamiento que nuestras policías, ni superarlas en número, especialmente en los municipios y las entidades federativas, cueste lo que cueste. Además, pero no por ello menos trascendente, la justicia cívica cotidiana debe tener la capacidad de resolver fácil y rápidamente, atendiendo a los contextos locales, los problemas comunitarios para evitar su escalamiento y que se conviertan en conflictos graves.
Rescatar en serio nuestro sistema de seguridad pública es, sin duda, el mayor desafío que tocará atender con planeación, rumbo y estrategia a la mujer que nos gobierne a partir de octubre de este año. Ojalá lo haga con orden y estructura pues, como bien dijo el rey Salomón, donde hay desgobierno, el pueblo se hunde.