La semana pasada escribí que Michoacán sería la prueba de fuego de la estrategia federal de seguridad. Sostuve que lo importante no era el anuncio, sino el método con tiempos, métricas y responsables. Hoy, con el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia ya presentado, toca revisar si tiene sustancia o si quedará en el catálogo de las buenas intenciones.
El documento es ambicioso. Reúne doce ejes que van desde seguridad e infraestructura hasta educación, salud y empleo, con inversiones que superan los noventa mil millones de pesos para los próximos dos años. Es, sin duda, el esfuerzo más integral planteado para el Estado en mucho tiempo.
Hay aciertos. Por primera vez se identifica con claridad el corazón del problema: la extorsión. El plan prevé subsedes de la unidad antiextorsión, un protocolo común y capacitación para operadores del 089. Reconoce que la violencia no se impone sólo con armas, también con cuotas que asfixian a productores y comerciantes. Ese diagnóstico es correcto y urgente.
Otro punto positivo es la intención de pasar de la reacción a la investigación. Se anuncia el despliegue de recursos tecnológicos, unidades especializadas y áreas locales de inteligencia. Si esta parte se cumple, la seguridad dejará de ser asunto de patrullas en tránsito y se convertirá en una tarea de persecución judicial.
El Plan de Operaciones Paricutín, con más de diez mil elementos de la Guardia Nacional y mil setecientos de Marina, muestra organización. Incluye operativos contra la extorsión agrícola como “Cítricos” y “Tichi”.
El enfoque social también tiene valor. Vincula seguridad con empleo, educación y conectividad. Reconoce que un estado sitiado por la pobreza y la desconfianza no puede pacificarse por decreto.
Sin embargo, el Plan carece de mecanismos claros para medir avances y ahí el principal defecto: describe acciones, pero no impactos. No fija metas de reducción del cobro de piso ni plazos verificables.
Tampoco basta con “sellar” el estado con retenes. Esa receta ya fracasó. La frontera que hay que blindar es financiera. Falta una estrategia para rastrear y congelar el dinero de las cuotas criminales. Mientras el flujo económico siga intacto, las organizaciones conservarán su poder aunque cambien de municipio.
Otro riesgo es el de volver a llenar cárceles con personas sin sentencia. Si el plan se limita a detener, Michoacán repetirá el error de medir seguridad con prisiones preventivas. La justicia verdadera se acredita en condenas fundadas y en bienes confiscados, no en comunicados de captura.
Y queda pendiente el federalismo. La coordinación con el Gobierno de México es comprensible en la emergencia, pero debe tener fecha de salida. Coordinar significa fortalecer instituciones locales, no sustituirlas.
Michoacán necesita método. En treinta días debe haber un tablero público con resultados de la estrategia antiextorsión. En sesenta, las primeras vinculaciones judiciales. En noventa, sentencias que acrediten la eficacia del plan. La paz no se decreta. Se demuestra con hechos y con datos que resistan la auditoría pública. Solo así sabremos si Michoacán fue el laboratorio del cambio o un intento más antes de volver a empezar.
Abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com

