En seis meses, México ha enviado a Estados Unidos a cincuenta y cinco personas acusadas de ser parte de la élite criminal del narcotráfico. Fueron dos entregas masivas en febrero y agosto que el Gobierno presenta como decisiones soberanas para proteger la seguridad nacional y que Washington celebra como ejemplo de cooperación histórica. Nadie en su sano juicio defiende a los criminales que fueron entregados. La pregunta que debemos hacernos es qué significa para México que sean juzgados y eventualmente condenados lejos de donde cometieron buena parte de sus crímenes.

El discurso oficial asegura que es un acto de soberanía y que fue el Gabinete de Seguridad quien determinó que era más seguro enviarlos que mantenerlos en penales mexicanos con riesgo de fuga o liberación por corrupción judicial. Sin embargo, la coincidencia temporal con las amenazas de aranceles de Donald Trump y con la designación de los principales cárteles como organizaciones terroristas difícilmente puede considerarse un accidente. Las presiones existen y negarlas sería ingenuo. El problema es que la línea entre ambas cosas puede volverse invisible cuando las decisiones se toman en un contexto de chantaje económico o político.

Otro ángulo incómodo es que la justicia se está “exportando”. Los delitos cometidos en México permanecen aquí, aunque sus responsables estén ahora en otro país. Las víctimas pueden quedarse sin la oportunidad de verlos sentados ante un juez y la reparación del daño, en caso de existir, no volverá. En Estados Unidos existe la figura del testigo protegido y la negociación de penas y no sería la primera vez que un capo coopera, entrega información valiosa y recibe una condena mucho menor o queda libre. Desde la perspectiva de una fiscalía esta puede ser una estrategia eficaz, aunque para un país que padeció sus crímenes representa el riesgo de que quien aquí aterrorizó termine viviendo bajo otra identidad en algún lugar del norte después de pocos años de prisión. Además, buena parte de las fortunas ilícitas de estos criminales está en México, pero al entregarlos sin un plan para asegurar sus bienes es probable que sea Estados Unidos quien termine incautando y administrando esos recursos.

Sacar a estos capos de nuestras cárceles elimina riesgos inmediatos, reduce la posibilidad de fugas y evita que sigan operando desde prisión, desde luego. Pero al mismo tiempo es el reconocimiento implícito de que, para lograr justicia plena, necesitamos que otro país haga lo que aquí no hemos podido o querido hacer. Ese reconocimiento debe incomodarnos lo suficiente como para emprender una reforma profunda que fortalezca nuestras instituciones, blinde a nuestros jueces contra la corrupción, construya fiscalías capaces de llevar estos casos de principio a fin y recupere la capacidad de juzgar a nuestros propios criminales.

Cooperar con Estados Unidos puede ser útil si nos deja beneficios claros como acceso a inteligencia, recuperación de activos y aprovechamiento de la información que surja de esos juicios para depurar nuestras instituciones. De lo contrario, cada nuevo capo capturado será una moneda de cambio más y cada entrega masiva un recordatorio de que seguimos enviando justicia al extranjero porque no hemos aprendido a garantizarla nosotros mismos.

Abogado penalista.

X: @JorgeNaderK

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios