Sesenta cuerpos. El dato duele, pero también obliga. Recientemente, la Fiscalía de Sonora informó que, en un paraje cercano al kilómetro 20 de la Carretera 26, al poniente de Hermosillo, fueron halladas varias fosas con los restos de sesenta personas. Hubo detenidos, se anunciaron judicializaciones y se aseguró que todas las víctimas serán identificadas y entregadas a sus familias.
Frente a un hallazgo de esa magnitud, conviene recordar que la desaparición de personas no se limita a la descripción de un delito. Representa un sistema jurídico completo que impone al Estado obligaciones inmediatas y reforzadas. La Ley General en Materia de Desaparición, la Ley General de Víctimas, el Protocolo Homologado de Búsqueda y la jurisprudencia interamericana establecen mandatos muy precisos: buscar sin demora, investigar con diligencia, preservar los indicios, identificar científicamente y garantizar la participación de las familias. No se trata de una opción política, sino de un deber jurídico y moral. La dignidad y el derecho a la verdad no dependen de quién fue la víctima ni de la historia que se quiera contar.
Desde esa perspectiva, la afirmación de que todas las personas serán identificadas debe someterse a verificación técnica. Es indispensable conocer cómo se documentó la cadena de custodia, qué método se utilizó para la identificación y qué controles de calidad se aplicaron. En una crisis forense tan profunda, la prisa puede entenderse, pero nunca justificarse. La fotografía orienta, el ADN confirma, y los resultados deben registrarse en el Banco Nacional de Datos Forenses con toda su trazabilidad. Sólo la ciencia podrá dar certeza a las familias y confianza a la sociedad.
La dimensión del hallazgo exige, además, una respuesta institucional de fondo. No basta con abrir carpetas individuales; se requiere un análisis de contexto que identifique patrones, rutas y estructuras criminales. Cada fosa forma parte de un entramado más amplio que debe investigarse como un macrocaso. El sitio debe preservarse con rigor técnico, y las autoridades estatales y federales necesitan coordinarse con peritos independientes para revisar cada identificación sin interferencia política.
A esta tarea se suma un desafío estructural que no puede seguir postergándose. Los laboratorios forenses del país continúan saturados, los bancos genéticos son incompletos y la coordinación entre fiscalías es precaria. Sin infraestructura, presupuesto ni protocolos estandarizados, la voluntad se diluye en discursos.
México carga con más de 130 mil personas desaparecidas. En ese contexto, las fosas de la Carretera 26 no pueden quedar como un número más. Ojalá el caso Sonora no termine en la impunidad o el olvido y siga el ejemplo del caso de Río Bravo, Tamaulipas, donde la Fiscalía General de Justicia Militar ha actuado con prontitud y transparencia, judicializando a los responsables, colaborando con la Fiscalía General de la República y manteniendo comunicación con las familias afectadas para el resarcimiento integral de los daños. Esa actuación demuestra que sí es posible una justicia pronta, sin opacidad ni simulaciones.
La justicia penal no devuelve la vida, pero puede devolver el nombre y la verdad. En un país donde la muerte se ha vuelto costumbre, cada cuerpo identificado representa un acto mínimo de restitución moral. El Estado tiene que elegir la ciencia sobre la prisa y la verdad sobre el relato. Sólo así las fosas dejarán de ser silencio y podrán, por fin, hablar.
Abogado penalista.

