En México, más de 127 mil personas permanecen desaparecidas. Sus rostros habitan carteles, mantas y murales, pero no expedientes judiciales concluidos. Viven en la memoria de sus familias, pero no en la paz que otorga la justicia. Esa ausencia no solo lastima a quienes buscan incansablemente: también hiere la credibilidad del Estado y fractura la promesa de legalidad que debería sostenernos como nación.
Por eso, el reciente informe del Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU —que activó por primera vez el procedimiento del artículo 34 de la Convención— no puede ser minimizado. La decisión se basa en datos: miles de desapariciones no resueltas, miles de fosas clandestinas, y un porcentaje de impunidad que resulta, por decir lo menos, inaceptable. Ante ello, el debate no puede reducirse a una discusión semántica sobre si el fenómeno es “sistemático” o “generalizado”. La verdadera urgencia está en cómo detenerlo, esclarecerlo y repararlo.
La reacción del Gobierno mexicano ha sido firme al rechazar que exista una política de desaparición desde el Estado. Esa defensa, comprensible en el plano institucional, no debe impedir una reflexión profunda sobre lo que sí es evidente: existen patrones de omisión, negligencia y, en ciertos casos, colusión, que han permitido que esta tragedia se perpetúe. No se trata de criminalizar al Estado, sino de fortalecer su capacidad de respuesta y su compromiso con las víctimas.
La búsqueda de personas desaparecidas debe asumirse como una prioridad nacional, ajena a disputas partidistas y cálculos de coyuntura. Los esfuerzos emprendidos —registros, comisiones, protocolos y fiscalías especializadas— son pasos valiosos, pero insuficientes frente a la magnitud del desafío. Y, sobre todo, frente al dolor de las familias que siguen buscando solas lo que el aparato del Estado no ha podido —o no ha querido— encontrar.
Aceptar la observación internacional no debilita al Estado mexicano; al contrario, lo fortalece. Cooperar con organismos como la ONU no es ceder soberanía, sino demostrar madurez institucional. México ha construido una tradición diplomática basada en su apertura al escrutinio multilateral. Hoy tiene la oportunidad de honrar esa historia con hechos.
Las desapariciones forzadas no deben tratarse como un frente político, sino como un reto de corresponsabilidad institucional. La prioridad debe ser restituir el nombre y la historia de quienes hoy siguen ausentes. Para ello, se requiere coordinación real, fiscalías eficaces, apoyo a las comisiones de búsqueda, y una voluntad firme de escuchar a las víctimas y actuar.
Mientras no aparezca la verdad, la herida seguirá abierta. Y un país que no puede decirle a sus ciudadanos dónde están sus desaparecidos, difícilmente puede llamarse a sí mismo justo. Este es el momento para que el Estado mexicano asuma con dignidad la tarea más noble del poder público: buscar, esclarecer y sanar; y esta tarea exige más que voluntad declarativa: requiere transformar las instituciones, colocar a las víctimas en el centro, asumir la memoria como política de Estado, y la búsqueda como deber permanente. Pero, sobre todo, exige un cambio cultural: dejar de ver la desaparición como cifra o expediente, y entenderla como tragedia nacional que interpela nuestra conciencia.
Jorge Nader Kuri, abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com