El reciente ataque en San Miguel Mixquic, en la alcaldía de Tláhuac, ocurrido en la madrugada del 10 de febrero de 2025, es otra muestra alarmante de la violencia e impunidad que se vive en las zonas periféricas del país. La masacre, que dejó un saldo de cinco personas asesinadas y al menos una más gravemente herida, refleja un patrón de criminalidad que ha ido en aumento en los últimos años en municipios y comunidades alejadas de los centros urbanos. Para muchos habitantes de estas zonas, la inseguridad se ha convertido en parte de la rutina; un factor con el que deben lidiar todos los días.
Los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) confirman que la percepción de inseguridad es mucho mayor en los municipios con características periféricas y rurales. Según la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del tercer trimestre de 2024, el 58.6% de la población de 18 años y más consideró que vivir en su ciudad es inseguro, pero esta cifra se dispara en municipios como Fresnillo (87.9%), Naucalpan de Juárez (88%) y Tapachula (91.9%), donde la presencia del crimen organizado es más evidente y la respuesta de las autoridades más limitada.
Aunado a ello, la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) 2024 revela que el 92.9% de los delitos cometidos en el país no se denuncian o no derivan en una carpeta de investigación. Esta cifra negra es especialmente preocupante en municipios con alta marginación, donde la población siente que no tiene a quién recurrir para obtener justicia.
Si bien el gobierno federal ha implementado diversas estrategias para combatir la violencia, desde la territorialización de la policía hasta la presencia de la Guardia Nacional, estos esfuerzos no han sido aplicados de manera uniforme. Mientras en algunas ciudades se han reforzado los operativos de vigilancia, en muchas comunidades periféricas la respuesta sigue siendo tardía, reactiva, temporal o, en el peor de los casos, inexistente. El modelo de policía de proximidad ha demostrado ser eficaz en zonas urbanas, donde la cercanía con la población permite una mejor prevención del delito. Sin embargo, trasladarlo a comunidades rurales requiere adaptaciones específicas. Es aquí donde la historia nos ofrece una valiosa lección. Aristóteles, en su “Ética a Nicómaco”, sostenía que la justicia y la seguridad dependen de la equidad en la distribución del poder y la vigilancia. Cuando un grupo de ciudadanos se siente desprotegido, surge el descontento, el miedo y, en última instancia, la proliferación del crimen. No podemos ignorar que esta desigualdad en la seguridad está marcando el destino de miles de comunidades en México.
Aunado a ello, la falta de oportunidades económicas, la debilidad de los mecanismos de justicia y la impunidad siguen siendo factores que alimentan la criminalidad, lo que nos recuerda que también es necesario fortalecer el tejido social y brindar alternativas reales para evitar, por ejemplo, que los jóvenes sean reclutados por el crimen organizado.
El ataque en San Miguel Mixquic no debe verse como un evento aislado, sino como un síntoma de un problema mucho más profundo. México no puede permitirse normalizar la violencia en los municipios y comunidades rurales. La paz y la seguridad no deben ser un privilegio de unos cuantos, sino un derecho garantizado para todos.
Jorge Nader Kuri, abogado penalista.
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