Sin lugar a dudas, el combate al crimen organizado en México es una lucha constante, llena de desafíos y controversias. Esta semana, las cifras recientes –más de 10,000 personas detenidas y más de 90 toneladas de drogas incautadas en apenas cuatro meses– parecen mostrar un esfuerzo titánico y coordinado. Pero detrás de estos números surgen preguntas ineludibles: ¿estamos atacando los síntomas o las raíces del problema? ¿Qué impacto real tienen estos operativos en la vida de los ciudadanos?

Es fundamental entender que los operativos no son sólo una batalla contra las drogas o el tráfico de armas. Representan, en esencia, una lucha por el futuro de comunidades enteras que han sido cooptadas o abandonadas en medio del caos. Pueblos donde la ley narca se impone sin consecuencias; donde la esperanza parece más lejana que un amanecer sin disparos.

Desde hace décadas, las políticas públicas de seguridad han oscilado entre el uso de la fuerza y los intentos de reconstrucción social. Sin embargo, los avances siempre parecen frágiles y temporales. Esto ocurre porque el crimen organizado no es únicamente un enemigo armado; es un sistema que se alimenta de la desigualdad, la falta de oportunidades y el abandono institucional. Cada operativo, decomiso o detención importa, pero no bastan por sí solos. Las organizaciones criminales tienen una capacidad camaleónica para adaptarse a las circunstancias.

En los municipios limoneros de Michoacán, por citar un ejemplo, los campesinos han vivido durante años bajo el control del crimen organizado, que regula los precios del fruto mediante amenazas. Los operativos militares han generado esperanza al detener a líderes criminales y liberar rutas comerciales, pero la calma es efímera. Nuevos grupos ocupan rápidamente el lugar de los anteriores, perpetuando el ciclo de violencia. Los productores, entre resignación y esperanza, saben que mientras no haya empleo ni oportunidades para los jóvenes, siempre habrá quienes se sumen a estos grupos. Estas y otras historias muestran una verdad contundente: los operativos pueden recuperar momentáneamente el control territorial, pero sin oportunidades reales para las comunidades afectadas, sólo se traslada el problema.

No podemos ignorar los avances que estos operativos representan en el debilitamiento de estructuras criminales. Cada tonelada de drogas incautada y cada líder detenido son victorias importantes. Pero, ¿y las comunidades, como las de los limoneros de Michoacán? ¿O, más recientemente, las de Sinaloa? ¿Qué ocurre con quienes quedan atrapados entre las balas o las extorsiones de los criminales?

El verdadero éxito no estará en las estadísticas, sino en transformar las condiciones que sostienen al crimen organizado: escuelas, empleos, acceso a servicios básicos y justicia equitativa. No es sólo un ideal, es el único camino sostenible para desmantelar el poder de los cárteles.

Los estados y municipios no pueden seguir siendo números en las estadísticas de pobreza y violencia. Si queremos un México en paz, debemos enfocarnos en combatir al crimen organizado y en quitarle su mayor recurso: el vacío que hemos dejado en las comunidades. Aunque no sea un camino fácil ni rápido, es el único que nos permitirá ganar el futuro que merecemos.

Jorge Nader Kuri, abogado penalista

jnaderk@naderabogados.com

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