En México aprendimos a llamar huachicoleros a quienes ordeñaban ductos de gasolina en la oscuridad. Era un fenómeno visible y hasta folclórico con bidones, mangueras y comunidades enteras que se jugaban la vida por unos litros de combustible robado. Pero el ingenio del crimen no se quedó en los ductos. Migró a las aduanas y a los permisos de importación. Hoy hablamos del huachicol fiscal. Y aunque no chorrea gasolina, sí drena, gota a gota, el presupuesto público.

El término nació como metáfora para nombrar a un delito sofisticado que ya no necesita perforar un tubo, sino maquillar papeles. Las maniobras van desde declarar como “aditivos” o “lubricantes” cargamentos completos de diésel o gasolina, hasta importar combustibles disfrazados para evadir el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios. No hay olor a petróleo, pero sí un tufo de corrupción y complicidad.

El daño es mayúsculo. Se calcula que cerca de un tercio de las gasolinas que circulan en el país provienen del contrabando fiscal, con pérdidas superiores a 170 mil millones de pesos anuales. Para dimensionar, con esa cantidad podrían financiarse programas sociales completos, construir hospitales o renovar miles de escuelas. Cada factura simulada, cada cargamento disfrazado, significan menos medicinas, menos caminos, menos becas.

Lo paradójico es que el huachicol fiscal no suele generar la indignación que sí provocan las imágenes de ductos perforados. Tal vez porque es un crimen sigiloso que ocurre en oficinas, con trajes y sellos oficiales. Sin embargo, su impacto es mucho más profundo pues erosiona el sistema tributario y perpetúa la sensación de que los delincuentes encuentran siempre un atajo, mientras millones de contribuyentes cumplen puntualmente.

La reciente historia de un buque asegurado en Tampico ilustra bien la trampa. Declaraba llevar aditivos, pero en realidad transportaba millones de litros de combustible. Un simple papel intentaba transformar gasolina en lubricante, y con ello desaparecer cientos de millones de pesos en impuestos. Es la misma lógica del huachicol de ductos, sólo que trasladada al terreno de la burocracia fiscal.

Sin lugar a dudas, enfrentamos un reto que también es un problema cultural, porque aceptar que defraudar al fisco tiene la misma gravedad que robar un ducto implica reconocer que ambos actos arrebatan al país recursos que pertenecen a todos. Por ello, resulta fundamental que comprendamos que este fraude mudo también nos afecta de manera directa.

La buena noticia es que el gobierno muestra una intención clara de enfrentar este flagelo. Los operativos, las detenciones y los procesos penales recientes ya ofrecen resultados visibles. No se trata de triunfalismo, sino de reconocer que la estrategia contra el huachicol fiscal comienza a dar frutos y que erradicar estas prácticas es viable cuando existe voluntad política constante.

La cuestión de fondo es si lograremos romper de manera definitiva este círculo. Para ello es indispensable perseguir cerrar los huecos legales y aplicar la misma severidad tanto a quienes ordeñan ductos como a quienes ordeñan al erario. Al final, ambos huachicoles —el físico y el fiscal— tienen un mismo origen: la impunidad que ha permitido que el ingenio criminal se transforme en un estilo de vida.

Abogado penalista.

X: @JorgeNaderK

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