El homicidio en el CCH Sur estremeció a la UNAM y a la sociedad. Un joven de diecinueve años atacó con un arma blanca a un estudiante de dieciséis, lo asesinó y lesionó a un trabajador que intentó detenerlo. Después intentó huir arrojándose de un edificio y quedó bajo custodia en un hospital. Alumnos evacuando, maestros conteniendo el caos y un plantel cerrado en duelo dejaron claro que la idea de la escuela como espacio seguro se quebró.

Ante la emergencia, la UNAM reaccionó con rapidez. Auxilió a las víctimas, activó protocolos y entregó al agresor. El rector condenó los hechos y prometió reforzar la seguridad en bachilleratos. Esa respuesta era necesaria, aunque la incómoda pregunta persiste. ¿Se atendieron las señales previas? Las publicaciones en redes con armas y mensajes inquietantes eran advertencias claras. Si alguien las conoció y no actuó, hubo omisión. La autonomía universitaria que protege la libertad académica no puede confundirse con indiferencia frente al deber de cuidado.

Desde la perspectiva penal, el caso encuadra en homicidio calificado y lesiones. El agresor es imputable y las circunstancias apuntan a premeditación, ventaja y alevosía. La Fiscalía buscará la pena más alta y lo más probable es que permanezca en prisión preventiva y enfrente décadas de cárcel. Habrá castigo, aunque el derecho penal sanciona después de la tragedia, mientras la política criminal debería anticiparla.

Esa diferencia entre reacción y prevención es crucial. La tragedia exhibe la fragilidad de nuestra capacidad para evitar la violencia juvenil. No basta con sanciones severas. Se requiere detectar conductas de riesgo, ofrecer apoyo psicológico accesible, contar con canales de denuncia confiables y protocolos de intervención inmediata. Fallamos en anticipar una escalada que era visible.

De ahí que el debate sobre seguridad universitaria deba evitar extremos. Se necesitan controles de acceso proporcionales, personal de vigilancia capacitado, sistemas de monitoreo respetuosos de la privacidad, simulacros periódicos y canales de alerta temprana que funcionen. También resulta indispensable definir con claridad cómo y cuándo puede intervenir la fuerza pública en casos de emergencia. La autonomía no puede convertirse en pretexto para poner en riesgo la vida.

A la par, el Estado no puede evadir su responsabilidad. El derecho a la educación implica seguridad en los planteles. Investigar y sancionar al culpable es indispensable, pero lo esencial es que no se repita. Eso exige recursos, programas verificables y rendición de cuentas sobre las fallas que permitieron que un alumno ingresara con armas y cumpliera su plan.

La prevención, además, comienza en casa. La familia es el primer espacio donde se perciben cambios de conducta, señales de aislamiento, expresiones de violencia o mensajes que anticipan un riesgo. La educación doméstica no sustituye a la escolar, la complementa. Padres atentos, diálogo abierto y acompañamiento cercano pueden frenar a tiempo una espiral que, de otra forma, se convierte en tragedia.

La muerte de un estudiante dentro de su escuela es una advertencia que no puede minimizarse. La indignación es legítima, aunque inútil si no se traduce en cambios reales. Justicia penal, revisión institucional, educación en casa y prevención efectiva son piezas inseparables para darle sentido a esta tragedia. La libertad académica depende de que la vida y la integridad de la comunidad estén resguardadas.

Jorge Nader Kuri, abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS