«Abrir una escuela es cerrar una prisión.»

Víctor Hugo

En la vastedad del siglo XIX, entre revoluciones que estallaban como relámpagos y exilios, se alzó una voz que fue, al mismo tiempo, conciencia, clarín y aurora: la de Víctor Hugo. Poeta del alma humana, novelista del desamparo, tribuno del porvenir, su vida, tendida entre las ruinas del antiguo régimen y una Europa nueva. Murió un día como hoy, en 1885, pero su palabra no ha dejado de arder. Hijo de un general napoleónico y de una madre monárquica, creció entre dos fuegos. Heredó el conflicto como destino y encontró en el lenguaje su escudo y su espada. Fue romántico en la forma, pero incendiario en el fondo: un espíritu libre que jamás se resignó a lo establecido, que creyó, contra toda desesperanza, en la dignidad humana.

Más allá del genio detrás de Los Miserables o Nuestra Señora de París, Hugo fue un arquitecto de futuro. En 1849, ante el Congreso Internacional de la Paz en París, miró más allá de las fronteras del siglo y describió un mundo sin ejércitos, sin imperios, sin hambre. Un mundo donde las ideas sustituyeran a las armas, y donde la educación y el voto fueran los nuevos escudos de la humanidad. «Un día vendrá en que las balas y las bombas serán reemplazadas por los votos.» Era una profecía valiente. Para Hugo, la paz no era la simple ausencia de guerra: era justicia activa, pan compartido, dignidad sin precio. La civilización, decía, avanza cuando educa. Retrocede cuando castiga. Esa visión está sembrada en cada página de Los Miserables. Jean Valjean no es solo un personaje: es un espejo. Nos dice que el ser humano puede cambiar, redimirse, florecer… si se le ofrece un maestro en lugar de un carcelero, un libro en vez de una sentencia. Un año después de aquel discurso por la paz, Hugo dio otra batalla. Esta vez, por algo invisible pero vital: «No quiero confiarles la enseñanza de la juventud, el alma de los niños.» Se oponía con firmeza a una educación capturada por el dogma. No era una cruzada contra la fe, sino contra el secuestro de la conciencia. Para él, la escuela debía ser el templo de la libertad interior, no la celda del pensamiento único.

Pero Hugo no solo habló desde las alturas del idealismo. También conoció el abismo. En 1843 perdió a su hija Léopoldine, ahogada en el Sena, apenas a los 19 años. El dolor lo quebró. Lo hizo más humano, más nocturno. Lo llevó al espiritismo buscando reencontrarla, no en la fe de los libros, sino en el murmullo del más allá. Desde entonces, su poesía se volvió un susurro universal: escribía no solo con palabras, sino con lágrimas. Ese mismo fuego interior lo impulsó, en 1867, envió una carta desde su exilio. Era el 20 de junio. No sabía que, apenas un día antes, Maximiliano había sido fusilado en el Cerro de las Campanas. Conmovido por el drama mexicano, Víctor Hugo imploró a Benito Juárez que le perdonara la vida. No defendía a un emperador extranjero, sino el principio más sagrado de toda república verdadera: el de la clemencia. «No hay nada más grande que la clemencia», sentenció. Era una súplica sin certeza, escrita desde el océano y la esperanza. No llegó a tiempo. Pero quedó como testamento. Porque si la justicia no se humaniza, se convierte en venganza. Y si la República no aprende a perdonar, se arriesga a parecerse demasiado a sus tiranos.

Hoy, en un mundo que sigue levantando muros cuando debería tender puentes, sus palabras siguen respirando. Nos recuerdan que la educación no es ornamento, sino cimiento. Que un niño tiene derecho a pensar, a preguntar, a ser libre. Que el odio se aprende… pero también se puede desaprender. Víctor Hugo sigue siendo faro. Su legado no es nostalgia: es resistencia. Porque ser libres no es una herencia: es una conquista diaria. Y la escuela, como él dijo, es la trinchera más poderosa. Porque si aún hay cárceles que se llenan antes que las escuelas, si aún hay niños educados para obedecer y no para pensar, si aún hay pueblos que disparan antes de dialogar, entonces Víctor Hugo no es pasado: es urgencia.

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