«La Navidad no es una fecha, es un estado del alma.»
E. Ferber
En los ritos más antiguos y en el seno de las cofradías iniciáticas, el solsticio de invierno, metamorfoseado después en la Navidad, solía llegar envuelto en una exigencia silenciosa, en una profunda meditación. La lucha de la luz contra las tinieblas, de la verdad contra el error; el momento en que la noche más larga del año empieza a ser herida por la luz. En los tiempos modernos, la Navidad tiene un imperativo social: hay que estar bien, hay que sonreír, reunirse, brindar, agradecer como si el calendario tuviera el poder de corregir las grietas del año. Se ha olvidado de que la Navidad no es una fiesta, sino una pausa moral, ética y de profunda reflexión… Un alto en el camino que nos enfrenta a lo que durante el año hicimos sin pensar, la prisa, la dureza y el olvido…
Pareciera que existe un cansancio profundo en algunas personas frente a la alegría obligatoria; tal vez la Navidad también sea el derecho de una introspección, sin explicaciones ni disculpas. La tradición navideña no es el exceso, sino la fragilidad, la pobreza, un nacimiento precario, una familia marginada, un niño sin poder, un comienzo con persecuciones, nada más lejano del oropel, del espectáculo, nada más cercano a lo profundamente humano… Hoy por hoy, mucho de dar, pero poco de observar; la gran mayoría de los humanos y de los seres sintientes permanecen invisibles: los que no tienen cena ni mesa, pero sí memoria, los que celebran en silencio o no celebran porque no quieren o no pueden celebrar. La Navidad es un ritual de transición invisible; en otros tiempos no se entregaban objetos, se entregaban formas de amar. Y ahí está la infancia, no como tarjeta o postal, sino como un territorio sagrado; los niños no viven la Navidad por lo que cuesta, sino por lo que asombra, por lo que impresiona, por lo que siembra… Es o debería ser un entrenamiento de la ternura.
La Navidad también es laica y política, no partidista; el acto más radical no es un discurso, sino la decisión íntima de no enfurecerse, elegir no odiar, no repetir el agravio, no llevar la violencia del mundo a las mesas; la paz no es consigna, es acción. Hoy, luces intermitentes; de colores, centelleantes, enceguecedoras y, cuando se apaguen, cuando se guarden los platos, cuando el ruido se va, quedará lo esencial: el silencio, ese silencio que no es vacío, sino una pregunta: ¿Qué tipo de mundo estamos dispuestos a sostener? Porque al hacernos esa pregunta a profundidad, estaremos dando el mejor regalo. La Navidad, tal como la conocemos, ha olvidado su verdadera raíz. Lejos de ser una exaltación del exceso, debería ser una llamada a la reconciliación con nuestra fragilidad, con el dolor no curado.
En tiempos pasados, cuando la celebración se detenía en el umbral del invierno, se sabía que la oscuridad más profunda era solo un preámbulo, que la luz estaba por regresar. Hoy, la Navidad ha sido rebajada a una versión superficial de sí misma. ¿Perdurará un mundo donde el intercambio sea un acto de generosidad, o uno donde todo se reduzca a lo que se puede comprar, consumir y desechar? La pregunta se ofrece a cada uno, sin prisa, sin concesiones, porque en su profundidad está la verdadera oportunidad de dar algo que no se puede envolver, ni comercializar.
Tal vez no se trate de celebrar, sino de recordar. Recordar que la paz no es un estado permanente, sino una práctica. Que, al mirarnos en un espejo, reconocemos al otro. Y es en ese encuentro donde la humanidad sigue siendo posible. Que la ternura no es ingenuidad, sino disciplina. Que estar juntos no resuelve todo, pero evita que todo se rompa. Y cuando pase la fecha, cuando el año siga su curso, podamos responder la pregunta —incómoda, necesaria— sobre cuánto de ese gesto somos capaces de sostener más allá de una noche. Que estas fiestas sean un tiempo de calma, luz y buenos deseos compartidos. Abrazo fraterno a todos. ¡Felicidades!

