«Bienaventurados los que no vieron, y creyeron.»

Jesús de Nazaret

El día de hoy, la religión con el mayor número de creyentes en el mundo que es el cristianismo, conmemora el Jueves Santo, siendo el día en que, según la tradición, Jesús de Nazaret compartió la Última Cena con sus discípulos, instituyendo la Eucaristía y el mandamiento del amor, así como lavando los pies de sus apóstoles como gesto de humildad y servicio. Este día no solo conmemora un episodio clave en la fe cristiana, sino que también interpela a millones de creyentes en todo el mundo sobre el significado profundo de la fraternidad, la entrega y la solidaridad. Por ello, es pertinente reflexionar respecto a la figura de Jesús, analizado desde la perspectiva de las tres principales religiones monoteístas: el cristianismo, el islam y el judaísmo.

El nombre de Jesús convoca imágenes de redención, de milagros, de cruz y resurrección, pero también de conflicto, herejías y diferencias irreconciliables. Para el cristianismo, es el Hijo de Dios, el Mesías prometido que encarnó en la tierra para salvar a la humanidad; para el islam, es uno de los más grandes profetas, nacido de la virgen María, venerado, pero no divino. Para el judaísmo es un personaje histórico, posiblemente un predicador carismático, pero no el Mesías y mucho menos Dios. ¿Cómo puede un mismo hombre ser, a la vez, Dios, profeta y hereje? La respuesta está en los relatos y las interpretaciones que cada tradición ha construido a lo largo de los siglos. El cristianismo, desde sus orígenes, ve en Jesús no solo a un maestro moral, sino al Dios encarnado. Su vida, muerte y resurrección marcan la piedra angular del credo cristiano. El misterio de la Trinidad, en el que Jesús es consustancial al Padre y al Espíritu Santo, es aceptado como una verdad revelada, aunque ha sido también uno de los puntos más controvertidos para otras religiones. La cruz no es solo un instrumento de tortura, sino un altar desde el que la humanidad es redimida.

En cambio, en el islam, Jesús —conocido como ‘Isa’— es profundamente respetado. Se reconoce su nacimiento virginal, sus milagros, su rol como profeta, y su regreso al final de los tiempos. Pero el islam niega categóricamente que Jesús sea Dios o el hijo de Dios. El Corán declara que Alá no engendra ni es engendrado. Para los musulmanes, Jesús no fue crucificado: alguien más tomó su lugar, y él fue elevado al cielo. Esta divergencia radical sobre la crucifixión es uno de los muchos puntos de fricción entre cristianos y musulmanes. El judaísmo, por su parte, tiene una relación compleja con Jesús. En su tiempo, fue solo uno más de los muchos predicadores mesiánicos que surgían en una Palestina convulsa, ocupada por Roma. Jesús, para los judíos, no cumplió con las profecías mesiánicas: no restauró el Reino de Israel, no trajo la paz mundial, no reconstruyó el Templo. Por tanto, no puede ser el Mesías. En algunos textos rabínicos, incluso se le menciona, con desprecio, como un falso profeta. Sin embargo, aunque sus credos lo discuten, la figura de Jesús ha marcado a todas estas religiones. Cada una, desde su dogma, lo interpreta, lo absorbe, o lo rechaza. Las controversias que genera siguen vivas.

¿Era Jesús un revolucionario político? ¿Un místico? ¿Un reformador judío asesinado por sus ideas? ¿Fue manipulado su mensaje por los primeros cristianos para acomodarse al mundo grecorromano? ¿O es realmente el Mesías que vino a romper el tiempo en dos? Los debates no son nuevos. En el Concilio de Nicea del año 325 se definió su naturaleza divina. En el siglo VII, Mahoma predicaba en Arabia que Jesús era un profeta más, admirable, pero no divino. Todavía en la actualidad millones discuten si Jesús fue un pacifista radical, un líder espiritual o un personaje mitificado. Pero más allá de las polémicas, Jesús sigue hablando. En los evangelios, camina por los pueblos sanando enfermos, abrazando leprosos, levantando mujeres del polvo y confrontando a los poderosos. En el Corán, se le atribuyen milagros desde la cuna. En el judaísmo, aunque su figura es periférica, su existencia ha sido crucial para marcar una identidad propia frente a los otros.

Jesús es también una figura cultural: ha sido representado en el arte, la literatura, el cine, desde el Cristo de Da Vinci hasta el rebelde de Pasolini. Ha sido invocado por Gandhi para defender la no violencia, y por movimientos de justicia social que ven en él un símbolo de los oprimidos. Lo fascinante de Jesús es que no puede ser contenido en una sola definición. Para algunos es divino, para otros, humano. Para unos, un símbolo de salvación; para otros, una figura disputada. Pero quizá ahí radica su fuerza: en su capacidad de abrir preguntas, de provocar reflexión, de no dejarnos indiferentes. Jesús es, ante todo, una invitación a mirar al otro con compasión, a desafiar estructuras injustas, a vivir con radicalidad moral.

En un mundo que a menudo olvida el fondo espiritual de la existencia, su figura —mística o histórica— nos recuerda que lo sagrado puede encarnarse en lo cotidiano, que la vida puede ser transformada por el amor compasivo, tal como lo narró Dante Alighieri en La comedia. Eso, más allá de credos, sigue siendo una revolución, una ruta para alcanzar la plenitud como seres humanos.

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