«La muerte es el espejo del que la vida se mira.»

Octavio Paz

En estos días en que los mexicanos celebramos la muerte para afirmar la vida, pienso en cómo las ofrendas se han ido transformando con nosotros. Nacieron en los patios de tierra y los altares domésticos, bajo la mirada de los abuelos, entre velas, frutas, pan y retratos. Pero hoy, las ofrendas se reproducen en lugares insospechados. Ya no están solo sobre una mesa con mantel bordado y flores de cempasúchil; también viven en pantallas que se encienden a cualquier hora, en mensajes que alguien deja en una red social, en fotografías que circulan sin descanso. No lo veo como una pérdida, sino como una mutación necesaria. Los ritos siempre se han adaptado a los tiempos, y la tecnología, lejos de destruir lo sagrado, lo traduce. Lo que antes era papel picado suspendido en el aire ahora es una imagen animada; lo que era humo de copal es una nube de datos que circula por servidores invisibles. Pero el gesto es el mismo: ofrecer algo de nosotros para mantener viva la memoria. La forma cambia, el sentido permanece. En el fondo, seguimos construyendo puentes entre los vivos y los muertos, aunque ahora esos puentes se tracen con señales de Wi-Fi en lugar de con veladoras.

Pienso en la pandemia, cuando las calles estaban vacías y los altares se encendían a través de las pantallas. Vi entonces a familias completas reunidas por videollamada para recordar a sus muertos. En lugar de colocar una foto en papel, compartían imágenes desde sus teléfonos; en vez de cantar, enviaban audios; y donde antes se ofrecían alimentos, ahora se compartían recetas y recuerdos en línea. Fue un momento en que el rito demostró su flexibilidad y su poder: aun sin tocarnos, seguimos encontrando maneras de reunirnos alrededor de la ausencia.

He visitado páginas conmemorativas donde los muertos conservan su perfil y su voz. En Facebook hay cuentas que se convierten en memoriales: espacios donde los vivos dejan mensajes de cumpleaños, agradecimientos o confesiones. En

YouTube, algunos familiares mantienen abiertos los canales de quienes ya partieron; en TikTok, jóvenes suben videos en homenaje a sus padres o abuelos. He visto esas publicaciones y he sentido la misma emoción que ante un altar físico. Tal vez porque, más allá del medio, lo que nos conmueve es la intención de recordar.

No niego que haya algo inquietante en esta nueva forma de presencia. Los muertos ya no descansan del todo. Sus rostros aparecen en los algoritmos, sus voces se reproducen con inteligencia artificial, sus nombres siguen circulando como si estuvieran aún entre nosotros. A veces pienso que la tecnología ha inventado una nueva manera de prolongar el duelo, una donde la frontera entre la memoria y la persistencia se vuelve difusa. Pero también comprendo que, para muchos, esta continuidad es una forma de consuelo.

Me gusta pensar que el altar, ya sea de madera o de código, sigue siendo un territorio de encuentro. En la ofrenda física se coloca el pan, la sal, la flor, el agua: los elementos que alimentan al alma. En la digital se colocan imágenes, textos, canciones: ofrendas simbólicas que también nutren. Puede que el tacto se haya perdido, pero no el gesto. En ambas hay una misma aspiración: vencer la desaparición. Tal vez eso define a nuestra cultura más que cualquier otro rasgo: la obstinación por hacer visible lo invisible, por darle forma a la ausencia. Hay en esto una lección sobre la identidad mexicana. A lo largo de los siglos, hemos sabido domesticar la muerte. No la ocultamos, la adornamos; no la negamos, la invitamos a la mesa. Y ahora, en este tiempo dominado por la tecnología, seguimos haciéndolo, pero con nuevos lenguajes. El altar contemporáneo es una interfaz entre mundos: el de los vivos y el de los datos. Su estética combina lo ancestral y lo digital: una fotografía escaneada, una flor animada, una melodía reproducida desde la nube. Todo ello compone una nueva liturgia que no busca reemplazar la anterior, sino ampliarla.

Tal vez el altar siempre haya sido eso: una forma de sostener la conversación entre los que se fueron y los que seguimos aquí. En un mundo que todo lo acelera, los rituales —aunque se digitalicen— nos obligan a recordar que seguimos vivos porque alguien nos recuerda. Quizá eso sea lo que celebramos cada Día de

Muertos. Y mientras haya alguien que encienda una vela, o un dispositivo, los muertos seguirán regresando, puntuales, a la cita que nunca falla.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.