A nadie le puede quedar mayor duda que el gobierno de López Obrador fue profundamente corrupto. Los escándalos de Segalmex, el huachicol fiscal, las aduanas, Adán Augusto, Manuel Bartlett, Octavio Romero, las obras faraónicas y todos los demás ejemplos conocidos ya no son disimulables. Asimismo, resulta imposible negar que, hasta ahora, dicha corrupción ha permanecido impune. Por otro lado, los funcionarios o amigos de este régimen despliegan trenes de vida inexplicables: Monreal, Fernández Noroña, Andrés y Gonzalo López Beltrán, Mario Delgado, varios gobernadores, Sergio Gutiérrez y varios más. Las mismas encuestas que los cuatroteros presumen para exaltar la popularidad de su presidenta, muestran cómo los mexicanos consideran mayoritariamente que Sheinbaum no ha hecho gran cosa contra la corrupción. Más de la mitad de los encuestados por Alejandro Moreno, de El Financiero, desaprueban la gestión de Sheinbaum en el combate a la corrupción, incluyendo a buen número de sus simpatizantes. Tres cuartas partes de los entrevistados califican como mala o muy mala la manera en que el gobierno de Sheinbaum está tratando la corrupción; solo 19% la califican como buena o muy buena. Si su tasa de aprobación es de 73% (doce puntos menos que en febrero), esto significa que casi la mitad de sus seguidores la reprueban. Otras encuestas arrojan los mismos resultados. La gran pregunta no es por qué la gente cree que la corrupción sigue igual que siempre, sino por qué la 4T es tan corrupta.
Se pueden considerar dos hipótesis. Una es “cultural” y rebasa las fronteras mexicanas. La izquierda latinoamericana, que gobernó a un gran número de países entre 1999 y 2012, más o menos —la primera marea rosa— y de nuevo entre 2018 y 2024 —la segunda— padeció los estragos de múltiples escándalos de corrupción. Algunos han sido denunciados como parte del “lawfare”, en ocasiones con razón (el caso de Lula en Brasil). Por los episodios auténticos, como el Lavajato en Brasil, el caso Vialidad de los Kirchner, el de los costales de dólares de Julio de Vido en Argentina, el de Democracia Viva de Giorgio Jackson bajo Boric y el de Nuera Gate bajo Bachelet en Chile, en Ecuador los de Correa —actualmente prófugo en Bélgica— de sobornos y el caso Arroz verde, y desde luego —la cereza del pastel— la robadera generalizada bajo Chávez y Maduro en Venezuela: Tareck El Aissami, acusado por los bolivarianos de robarle miles de millones de dólares a PDVSA, de Rafael Ramírez, también de PDVSA, y del jefe de Seguridad, Hugo Carvajal, actualmente preso en Estados Unidos. Ni hablemos de la “piñata” en Nicaragua desde 1990, y de la inmensa riqueza acumulada por Daniel Ortega y su esposa en ese país. Obviamente las dimensiones de cada país y cada momento varían: en México, en Venezuela, en Brasil, el desfalco chileno del marido de la hija de Michele Bachelet parece un juego de niños.
¿Qué pasó? La izquierda latinoamericana, en todas las acepciones de la palabra, suscribió durante décadas el mito según el cual la corrupción era propia de los regímenes de derecha, civiles o militares, ya que estos representaban a los ricos, que son los que roban —más aún, se hicieron ricos robando— y que la izquierda representaba a los pobres, que por definición no roban (si lo hicieran, serían ricos). Como durante decenios los únicos gobiernos de izquierda en América Latina fueron efectivamente honestos —Arbenz en Guatemala, Allende en Chile, Castro en Cuba los primeros años— la tesis sobrevivió. Junto con su corolario: cuando llegara la izquierda al poder, la corrupción propia no constituiría un reto o un problema, ya que los socialistas, comunistas, castristas o guevaristas eran honestos por antonomasia. Todos estos silogismos resultaron ser sofismas, y la izquierda en el poder fue tan corrupta como la derecha. No lo había sido porque no le había tocado la oportunidad de robar. Cuando la revolución hizo justicia, también hizo fortunas.
No se preocupó la izquierda por construir contrapesos, antídotos, valladares contra su propia corrupción. Y, en esta óptica, como el fenómeno es, como decía Peña Nieto, cultural, o como lo formularían otros, producto de la historia de América Latina y sus desgracias, las mismas causas produjeron los mismos efectos. Cuando llegó la izquierda al poder en todos estos países, y en particular en México, la conquista, la colonia, la esclavitud, el caos del siglo XIX, la debilidad de las instituciones y del estado de derecho, las dictaduras y la desigualdad desembocaron en el mismo comportamiento que cuando gobernaba la derecha: un asalto en descampado. Los revolucionarios se avorazaron, como la 4T.
La otra posible explicación es, justamente, más mexicana. Con algunas excepciones, principalmente de algunos expriistas corruptos y uno que otro íntegro, ambos gobiernos de la 4T —vistos en su sentido más amplio: sector central, legisladores, gobernadores, etc.— se han compuesto de cuadros salidos de la izquierda cardenista y lopezobradorista de los últimos 37 años. Provienen de las luchas sociales, electorales, cívicas desde 1988. Muchos son más jóvenes, por supuesto, pero su biografía es parecida a la de sus padres: familiar, educativa, profesional, ideológica, social. Crecieron en el México donde el que no transa no avanza, donde los ricos se enriquecieron gracias a los pobres, y donde los funcionarios, según ellos, robaban a mansalva. No existe razón alguna para que no se atasquen a manos llenas, con una tercia de explicaciones.
Ellos robaban más, y ostentaban también su riqueza. ¿Yo por qué no lo haría? Me tengo que apurar, porque quién sabe cuánto duremos aquí. Y, por último, es por una buena causa: la transformación, la revolución, el bien del pueblo, primero los pobres. Recurrir a las fuerzas armadas para casi todo, a sabiendas de su historial venal, se justifica plenamente si es por esa buena causa. Transferir enormes sumas a las campañas de gobernadores, aliarse con el narco para ganar elecciones, nombrar a narcos en puestos claves para combatir a otros narcos: todo se vale por el bien del pueblo. Sin anticuerpos éticos, familiares, formativos e incluso ideológicos, la tentación se vuelve irresistible. He aquí una segunda posible explicación. El lector puede escoger una, la otra, o ambas.
Excanciller de México