Como anillo al dedo: así le vino la pandemia del Covid a López Obrador en 2020 y parte de 2021. Pudo responsabilizar al virus del pésimo desempeño de la economía ese año, y de hecho, durante todo el sexenio. Logró evitar que se difundieran socialmente datos contundentes: la economía mexicana ya venía cayendo desde el primer año de su mandato, tuvo el peor comportamiento de los principales países de América Latina, un crecimiento per capita negativo para los seis años y, por cierto, una de las cifras de exceso de muertes por habitante más elevada del mundo entero.

Algo semejante acontece ahora con la llegada de Trump a la Casa Blanca y las consecuencias de sus decisiones para México. La Presidenta ya empieza —y lo hará cada vez más con mayor énfasis y frecuencia— a culpar a los aranceles y demás acciones de Washington —deportaciones, prioridad del reinicio de la guerra contra el narco, renegociación del T-MEC, en lugar de una simple revisión— por el magro crecimiento económico que ya predomina en el país. Padecimos una leve contracción durante el último trimestre de 2024; en los próximos días nos informarán si la tendencia se mantuvo a lo largo de los primeros tres meses de 2025, llevándonos a una recesión, por lo menos en términos técnicos.

Se sabe también que 2026 será un año de expansión raquítica, en el mejor de los casos. Asimismo, debido a la caída de los niveles de inversión pública y privada, nacional y extranjera, durante estos dos años —e incluso desde antes— se antoja difícil, sino imposible, que la segunda mitad del sexenio arroje mejores cifras económicas. Efectivamente, las acciones de Trump contribuirán a este escenario pesimista, pero no lo originaron. El enfriamiento de la economía comenzó antes de Trump, y se debe a múltiples factores, ya analizados por muchos sectores: la reforma judicial, el brutal recorte presupuestal de 2025 debido al brutal sobregasto de 2024, el agotamiento del estímulo al consumo interno al crecer más lentamente los programas sociales, el menor crecimiento de la economía de Estados Unidos. En lugar de explicar nuestro estancamiento así, el gobierno sostendrá que todo fue culpa de Trump: como anillo al dedo.

Pero existe un factor más intangible, etéreo, que contribuye tal vez al octavo año consecutivo de atonía económica, y al segundo sexenio seguido de parálisis. El magnífico documental de Enrique Cárdenas para el Centro Espinosa Yglesias sobre el aeropuerto de Texcoco suscita numerosas reflexiones. Entra ellas destaco una, que he compartido con algunos partidarios fallidos de la modernidad mexicana, y que escuché en boca de Jorge Andrés Castañeda Morales. La cancelación del NAIM implicó también la cancelación de una idea dominante en el imaginario social mexicano desde el porfiriato: la idea de modernidad.

El fin de Texcoco representó obviamente un símbolo desde esta perspectiva, no un hito. Y entre los últimos decenios del siglo diecinueve y el advenimiento de la 4T en 2018, surgieron momentos de inflexión o dudas sobre el anhelo central de la ideología mexicana: llegar a la modernidad, ser modernos, concentrar todos los esfuerzos de las élites, de las clases medias, de los trabajadores industriales, de la intelectualidad, en modernizar a un país hundido en el “atraso”, el pasado, el “subdesarrollo”, el arcaísmo. En nombre de la modernidad se cometieron innumerables excesos y errores, pero constituyó una constante en el ethos de gobierno y fantasía mexicanos, desde los “científicos” hasta Madero, de los sonorenses hasta Miguel Alemán, desde la olimpiada de López Mateos y Díaz Ordaz hasta la “administración de la abundancia” de López Portillo, el TLC de Salinas, la alternancia de Fox y las reformas estructurales de Peña Nieto.

Se trató, por supuesto, de un anhelo nunca alcanzado, cien veces traicionado, y que nunca se hubiera podido cumplir en los plazos prometidos. Pero orientaba todo el quehacer gubernamental, del empresariado, de la academia —con notables excepciones— y de una clase media en pleno ensanchamiento a partir de los años 40. No todo el mundo estaba de acuerdo, pero muchos —la mayoría de las “fuerzas vivas”— sí. Hasta que las repetidas crisis —1976, 1982, 1987, 1994-95— y decepciones —Fox, Peña Nieto— le endilgaron a la “palabra y la cosa” un mal nombre, una mala fama, un estigma fatal.

Aun así, la noción conservó su atractivo y poder de seducción. Peña hizo campaña con la mística del nuevo PRI, y buscó vender su programa en el mundo como un proceso de modernización o aggiornamento de México. Se convirtió en el último clavo en el ataúd. Porque a pesar de su obsesión por obras faraónicas, López Obrador nunca creyó en la modernidad de México. Su exaltación del pasado, su rechazo al mundo exterior, su admiración por modelos fracasados y anacrónicos, su provincialismo y su empeño por conservar los grandes lastres del ser nacional, mostraron claramente que ya no participaba de la idea de la inclusión de México en el mundo moderno. Su idolatría del campo, del “pueblo sabio”, su encono contra el porfirismo, el alemanismo, el neoliberalismo, el internacionalismo y todo vestigio de modernidad, demostraban su ruptura con la ideología dominante mexicana. Sobre advertencia no había engaño: el único que se sorprendió con el fin de Texcoco fue Alfonso Romo.

Me temo que la actual presidenta, a pesar de su formación y su mundo, comparte este rechazo a la modernidad. Podrá de vez en cuando dar muestras de contraste, pero en el fondo, prefiere un pasado glorioso —desde los trenes hasta el México precolombino— a una modernidad que de manera inevitable dejaría atrás usos y costumbres, tradiciones e historias, de un país que en muchos sentidos ya no existe. Como Texcoco, y la idea de la modernidad.

Excanciller de México

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