Por descabellado que resulte, hay países resignados al desquicio y a trepidar sobre la fosa. No lo digo solo por la violencia y narcotráfico que los personifican, ni por la miseria, ese abismo social que oprimió el corazón de Julián Marías, como lo relató en el tomo 2 de sus Memorias tras su fugaz paso por Bogotá en 1952. Me refiero a la penosa suerte de una sociedad que acude a un balotaje para elegir a su presidente y descubre que solo hay candidatos erráticos y desmesurados. Ese fue el escenario en Colombia en abril y mayo de 2022. Uno de ellos era Gustavo Petro, el actual presidente, y el otro tan insolente que las élites quedaron aturdidas. Con mucha anticipación sostuve que Petro ganaría, para desgracia del país, porque significaba entregar metros de soga a fabricantes de pobreza para el ahorcamiento de empresarios y ‘ricos’.

No era un juicio nihilista, sino el reconocimiento de cómo parte de la sociedad añejaba sus odios y abrazaba promesas de ríos de miel y leche, sumado al malestar agudo, el deseo de cambio radical -similar al de la Venezuela de los 80 y 90- y una corrupción rampante.

Petro había mostrado su desafuero y megalomanía. ‘Jugó’ al golpe de Estado durante las feroces protestas de 2021 en contra del gobierno de Iván Duque; en marzo de 2022 presentó un programa de gobierno comunistoide que proponía prohibir nuevas exploraciones petroleras y la gran minería a cielo abierto, pese a las raquíticas exportaciones del país. También prometió trenes elevados donde no hay ni carreteras, luego abrazó la sinrazón del decrecimiento económico y repetía que el carbón y el petróleo eran más peligrosos que la cocaína.

Como buen excéntrico, en su autobiografía se proclamó intelectual y aristócrata del conocimiento, pero con más de 100 falsedades y errores, hasta de sintaxis, que delataban una mendicidad conceptual y un saber atropellado casi cómico.

Pero su arrogancia es tal que, ya en el gobierno, lo invitaron a la Universidad de Stanford y se presentó con una larga lista de posgrados que solo existen en su propio delirio. Allí presumió de físico, filósofo, especialista en medio ambiente e historiador; habló de cuanto se le pasó por la cabeza e incluso cuestionó la validez de las matemáticas en la economía. Solo la perplejidad muda de complacientes anfitriones mitigó sus extravagantes afirmaciones.

La pesadilla dejaba así de ser un presagio para instalarse con todo su potencial destructor, en un gobierno que se devora a sí mismo, con escándalos de corrupción dignos de una novela macabra.

Primero fue la esposa del hijo mayor del presidente, quien denunció a aquel, su esposo, por recibir aportes ilegales de empresarios y narcotraficantes para la campaña de Petro y apropiarse de recursos. El hijo se autoincriminó y salpicó a la campaña. Luego, tras una visita de su padre, canceló la colaboración con la justicia y denunció que fue doblegado moral y físicamente.

En junio de 2023, el exjefe de la campaña, Armando Benedetti, envió explosivos audios a la jefa de Despacho de la Presidencia en los que reclamaba por el trato recibido y amenazaba con hablar de los 3,5 millones de euros de financiación irregular. “Con tanta mierda que yo sé, nos jodemos todos… nos acabamos todos, nos vamos presos”, sentenció. Pero en esa Colombia exquisita, donde el surrealismo se confunde con la realidad, Benedetti -confeso drogadicto- terminó premiado con cargos diplomáticos y ahora como ministro del Interior.

El torrente de degradación no pararía de crecer. En febrero de 2024, el exdirector y exsubdirector de la unidad gubernamental de atención de desastres confesaron cómo ministros y altos funcionarios ordenaron comprar decenas de congresistas con multimillonarios contratos, y hasta con maletas de dinero. Pese a la negación inicial de los implicados, las pruebas eran irrefutables, aunque una obsecuente Fiscal General de la Nación y una fallida Corte Suprema de Justicia han sido meticulosos en apagar las llamas antes de que consuman todo el bosque. Es que Petro no luce preso solo de los silencios de su nuevo ministro del Interior.

Así, la atmósfera de ingobernabilidad no tardó en arribar, reforzada por la desmoralización de la Fuerza Pública, embelecos de legalización de fases de la cadena del narcotráfico o dizque de ‘paz total’. Una propuesta cuya única consecuencia lógica sería que los criminales fueran perdonados porque en Colombia solo hay Robin Hoods. Como resultado, los grupos criminales crecieron exponencialmente. El desgobierno también se vio alimentado por las comentadas serias adicciones y el desorden personal de Petro, incluyendo la revelación de un video en el que paseaba de la mano con una persona trans una noche en Panamá, y que no desmintió. Aunque es su vida privada, también enarbola la figura presidencial.

El prematuro fracaso ha llevado a muchos a pensar que se trata de una pesadilla pasajera y que el proceso electoral de 2026 traerá un gobierno que reflote al país. Expectativas que han impulsado una significativa revaluación del peso y un rutilante desempeño reciente de la bolsa de valores.

Pero me temo que el problema es mucho más complejo. De vuelta al hartazgo de 2022, no se puede soslayar que la corrupción en Colombia no es de izquierda o derecha: ha hecho metástasis en toda la sociedad para mutar en un vandalismo de amplio alcance. Además, amplios sectores privilegiados convirtieron el Estado en un botín, en la mística de las pequeñas tribus, y no les creen, aunque se bañen con agua bendita. Sectores que desaprovecharon la bonanza minero-energética para forjar un aparato industrial y de exportaciones que hiciera una economía sostenible y que encontraron las mejores excusas para dejar el país endeudado, muy por encima de pares latinoamericanos como Perú.

Es de recordar que se trata del mismo país que nada lo conmueve ni le parece suficientemente horrible y por eso está lejos de condenar el narcotráfico. Con gobiernos que se paseaban por el mundo como adalides de la paz, prometiendo pagar a 100 mil familias para que dejaran de cultivar hoja de coca, como si se tratara de unos cuantos huertos en New York o Singapur. Por supuesto, ni el Estado podría sostener tal operación ni las familias dejaban de cultivar, pero miles sí recibían los subsidios. Es como querer bailar en medio de un huracán. ¡Pero vaya los demonios cuando se les decía! Claro, también es verdad que hay sociedades que creen que tienen derecho a envenenar y matar a otras.

En ese contexto, en Colombia ocurre una extraña contradicción. Aunque hay una sensación de desplome institucional y Petro ha perdido el control de parte del país, sigue gozando de apoyos muy superiores a los de la mayoría de sus antecesores en sus peores momentos. Parte de la explicación obedece a otra paradoja: una dinámica económica que parece normal en virtud de recursos del narcotráfico, remesas de millones de expatriados, minibonanzas de algunas materias primas y crecientes subsidios. Y, bueno, también porque muchos segmentos sociales se aferran hasta de un ‘clavo caliente’ cuando la esperanza se desvanece.

Así que la pesadilla podría prolongarse. Aun con un nuevo presidente idóneo, será difícil lidiar con un país inundado de coca, con grupos criminales fortalecidos, endeudado, con faltantes presupuestales sectoriales que se encontrarán o la presión fiscal de reformas demagógicas. Es que el problema de Colombia es de fondo. Hunde sus raíces en una bajísima confianza interpersonal, en la dificultad de confiar, un pilar esencial en una sociedad como la lengua para comunicarse.

Analista político e internacional

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