A primera vista, cualquier explicación parecería precaria. ¿Cómo es posible que el ministro de Economía, candidato del gobierno que hundía a Argentina en la quiebra, ganara la primera vuelta presidencial de 2023 con casi un 7% de ventaja sobre Javier Milei? O, ¿cómo es que los ciudadanos de un país, con pobreza al 55% el año pasado y un ‘severo’ ajuste económico, no emigran, sino que millones viajan de turismo por el mundo?

Una aproximación a la respuesta entraña un drama en sí misma: Argentina vive por encima de sus posibilidades, de la productividad de la economía. Muchas de sus reformas han sido ejercicios de gatopardismo, de ‘cambiar para que nada cambie’.

En términos económicos, a los argentinos rara vez una coyuntura les parece suficientemente grave; se habituaron a los ciclos de crisis y recuperación, con mecanismos de cobertura frente a la inflación galopante y las temidas devaluaciones. Crearon una economía bimonetaria o ‘dolarización de facto’, en la que el peso sirve para las transacciones cotidianas y el dólar para el ahorro y la compra de activos, además de una bicicleta financiera en la que se apuesta por ganancias rápidas con las variaciones de los tipos de cambio y las tasas de interés. Una dinámica peligrosa -como cualquier esquema Ponzi- que refleja la desconfianza, castiga la actividad productiva y hace de Argentina un país caro. A la larga, resulta más barato importar que producir localmente, incubando así la siguiente crisis.

Pese al ‘milagro’ del presidente Milei de estabilizar la economía sin destruirla y reducir con ‘motosierra’ el gasto público, del 44% del PIB a cerca del 35%, los avances son insuficientes para garantizar la sostenibilidad. El tamaño del Estado, verbigracia, sigue siendo excesivo. Es ineludible entonces la pregunta: ¿cuándo llegará la próxima crisis, dentro de uno o cinco años?

No se trata de desconocer los enormes aciertos del gobierno. Ahí están la eliminación del cepo cambiario, la reducción de la pobreza al 33% actual, el descenso del desempleo, la drástica caída del riesgo país o la vigorosa desinflación, que era alimentada por la emisión monetaria descontrolada desde el Banco Central.

Sin embargo, por injusto que suene, tales logros resultan relativamente ‘fáciles’, derivados de choques a la arquitectura económica general de una primera ola de medidas mediante leyes o decretos, similares a los de la liberalización económica en América Latina en los años 90. Pero la gran tarea pendiente es la baja productividad y la segunda oleada o asimilación de las reformas.

El cuello de botella se traslada entonces al tipo de cambio, es decir, al valor del peso argentino frente al dólar. El gobierno evita devaluar para no comprometer la desaceleración inflacionaria, su principal baza política. Sin embargo, no hacerlo, al menos al ritmo de la inflación, genera un atraso cambiario -o un peso artificialmente fuerte- que atenta contra la competitividad, incentiva la bicicleta financiera y postra la capacidad de exportar y obtener inversiones productivas. De hecho, como muestra de lo frágil de ciertos logros, el superávit comercial de 18.900 millones de dólares registrado en 2024 comenzó a diluirse: en el primer trimestre de 2025 apenas alcanzó los 761 millones. Al final, la historia tiende a repetirse: un déficit estructural de la balanza comercial y la crisis cuando ya no es posible el financiamiento transitorio de los desequilibrios.

Dicho de otro modo, la política antiinflacionaria no puede sustentarse en un peso sobrevalorado, o sin una revolución en productividad que reduzca de tajo los costos. Esa ilusión cambiaria actúa como una droga: estabiliza, atrae capitales, otorga cierta sensación de riqueza… pero luego colapsa. Así, Argentina se ha convertido quizá en el único país del mundo con crisis calcadas cada dos, cinco o diez años durante más de medio siglo. Lo curioso es la postura siempre complaciente del FMI con el deudor del 35% de su cartera.

Ahora bien, el gran problema es político: el electorado no parece dispuesto a hacer sacrificios de fondo, y los partidos están más ansiosos por cómo llegan a las elecciones legislativas de octubre próximo antes que por la sostenibilidad económica del país. Funciona como una espada de Damocles sobre el gobierno.

La vigencia de Cristina Kirchner como figura insoslayable del escenario político es sintomática de dicha inercia. Como señalan Laura D’Amato y Sebastián Katz en un lúcido estudio sobre la evolución macroeconómica argentina entre 1945 y 2015, el periodo kirchnerista representa uno de los casos más flagrantes e inéditos de desperdicio del margen económico y político en más de un siglo de historia argentina. Y, sin embargo, siguen votándola.

Como si fuera una broma cruel, ahora Cristina Kirchner publica extensos documentos en los que ‘saca pecho’ e intenta reescribir la historia. En su ensayo “Argentina en su tercera crisis de deuda”, convenientemente se le olvidan los eventos económicos principales, como la bonanza de las materias primas de comienzos de siglo, en la que ella y su esposo estuvieron sentados y la despilfarraron. Si a eso se suman el histrionismo desaforado y lenguaje procaz del presidente -una auténtica fuga hacia adelante-, los riesgos se multiplican y los esqueletos en el armario argentino pueden salir en cualquier momento.

Analista político e internacional

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