Como en los días de la Revolución Mexicana del siglo XX, el epicentro del cambio en el país volvió a ser Chihuahua. En 1985, la rebelión cívica encabezada por el panista Francisco Barrio Terrazas puso en jaque al régimen priista cuando el gobernador Saúl González Herrera propuso reformas al Código Administrativo Estatal que restringían la participación de los partidos opositores. Aprobadas sin debate el 14 de diciembre, las reformas provocaron la indignación del PAN, cuyos diputados abandonaron el Congreso en protesta.

Al día siguiente, el 15 de diciembre, los alcaldes panistas de Ciudad Juárez y Hidalgo del Parral, seguidos por los de Chihuahua y Camargo, iniciaron una huelga de hambre que duraría 22 días, durante los cuales el PAN reunió 109 mil firmas para impugnar las reformas y organizó una campaña de desobediencia civil en Ciudad Juárez con acciones simbólicas como sellar billetes y cubrir placas de autos. Aquel movimiento marcó el inicio de una nueva etapa en la lucha democrática de Chihuahua y de México, activando las alarmas del gobierno federal que se autoengañó asumiendo que aquel se trataba de un fenómeno meramente local.

Dos años después, las ondas de aquel sismo político se extendieron por todo el país. En 1988, el PRI dejó de ser el partido hegemónico al enfrentar una elección presidencial que perdió, paradójicamente, contra uno de los suyos: Cuauhtémoc Cárdenas. La sorpresa fue tal que la Secretaría de Gobernación interrumpió el sistema de cómputo electoral, “se cayó y se calló el sistema”, se dijo y se pensó entonces, silenciando los resultados que apuntaban hacia la alternancia. Aunque el poder se mantuvo, el régimen priista quedó herido de muerte. Los años siguientes fueron una larga preparación para su declive.

Así pues, durante el gobierno del cuestionado y espurio Carlos Salinas de Gortari, Cuauhtémoc Cárdenas fundó el PRD para dar cauce institucional a la rebelión cívica que había encabezado, mientras que desde el gobierno se intentaba contener su avance mediante fraudes y estrategias de desgaste mediático. El costo político fue alto, pero también marcó un punto de inflexión: en 1989, el régimen reconoció por primera vez la victoria de la oposición de derecha. Ernesto Ruffo Appel asumió la gubernatura de Baja California, abriendo la puerta a la alternancia que el sistema había intentado evitar apenas un año antes.

Gracias a esa serie de transformaciones desde mediados de los años 80, desapareció la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la policía política que el régimen priista utilizó durante décadas para reprimir la disidencia. En su lugar surgió una nueva etapa de espionaje “científico” y supuestamente democrático con la creación del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Ya iniciados los años 90, se instituyó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), se fundó el Instituto Federal Electoral (IFE) —que sustituyó a la Secretaría de Gobernación como organizadora de los comicios— y se creó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).

Estas reformas no fueron concesiones inocentes, sino parte de un plan maestro para administrar la transición, controlar la entrega del poder y legitimar la imposición del modelo neoliberal en México. Bajo esta lógica, el gobierno de Ernesto Zedillo reconoció las victorias de la izquierda en la Ciudad de México, Zacatecas y Baja California Sur, pero, junto con la oligarquía nacional, saboteó la posibilidad de que Cuauhtémoc Cárdenas llegara a la presidencia en el año 2000. A través de una campaña mediática de desprestigio que lo vinculó falsamente con la muerte de un comediante en circunstancias turbias, así se consumó un linchamiento político que allanó el camino para la llegada de la derecha mexicana, aliada y garante del proyecto neoliberal.

¿Fue una transición pactada? Sin duda. Pero no fue una transición legítima ni institucional, sino truculenta y maliciosa, acordada entre quienes compartían el mismo modelo económico y excluían a quienes se oponían. Aun así, no podemos negar que de 1997 a mediados de 2004 se vivió la época dorada de nuestra naciente democracia; porque, en realidad, desde 1995 la podredumbre ya había comenzado a extenderse.

Por otra parte, con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, y especialmente a raíz de su intento de desafuero entre 2004 y 2005, quedó en evidencia la naturaleza del régimen que se autodenominaba “gobierno de la democracia”. El motivo aparente —abrir una calle para facilitar el acceso a un hospital— fue solo el pretexto jurídico de una maniobra política destinada a derrocar al líder más popular del país y evitar el cambio de modelo económico. Aunque fue la movilización ciudadana la que detuvo aquel atropello, las irregularidades en la elección presidencial de 2006 demostraron que lo que llamábamos democracia era, en realidad, un régimen oligárquico: uno donde la riqueza se concentraba y la desigualdad se disparaba; donde ganaba quien más dinero recaudaba; donde la corrupción se había vuelto sistémica; y donde empresarios y gobernantes se confundían en una misma trama de intereses, alimentada por la impunidad y sostenida sobre el saqueo del país.

Por eso, celebro que la ciudadanía haya despertado del letargo al que la condujo aquella fantasía democrática, y que haya decidido continuar, sin descanso, la construcción de una verdadera democracia mexicana. Hoy vivimos ese proceso: construyendo un futuro compartido, reduciendo la pobreza con resultados inéditos, defendiendo la soberanía nacional frente a las presiones externas, y gobernando sin odio, hacia un México de igualdad y bienestar, donde se fortalece la democracia participativa y se dejan atrás los intermediarios políticos que durante décadas impidieron la auténtica representación popular.

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