En esa temporada de truenos, el pesimismo es la regla en Francia como en muchas partes. La crisis política actual empezó el 9 de junio del año pasado, el día de las elecciones europeas, cuando la extrema derecha de Marine Le Pen juntó el 33 por ciento de los sufragios; seguía el Nuevo Frente Popular, unión electoral de las izquierdas, con 28, mientras que el campo del presidente Macron se arrastraba con 20 por ciento. Emmanuel Macron, tan pronto como supo el resultado, disolvió el Parlamento y convocó a elecciones legislativas. El resultado de la segunda vuelta, el 7 de julio, gracias al reflejo de unión republicana, alejó la extrema derecha del poder que esperaba conseguir. El NFP ganó 193 curules, los macronistas 170, los lepenistas 126 y la derecha 45. Lógicamente, el NFP debió ser llamado a formar el gobierno, pero el dominio que ejerce sobre él la Francia Insumisa del señor Mélenchon, amigo de los dictadores, simpatizante de Putin y sospechoso de antisemitismo, canceló esa posibilidad.

Pasaron ocho largas semanas antes de que Macron llamara a Michel Barnier, un antiguo excelente comisario europeo, hombre razonable; no logró el apoyo de los socialistas, rehenes de Mélenchon, de modo que su gobierno cargó a la derecha. En la primera ocasión fue censurado por la coalición NFP y extrema derecha, sobre el presupuesto del Seguro Social. Sin comentarios. El 13 de diciembre Macron nombró a François Bayrou, político centrista, demócrata cristiano, su aliado histórico. Obviamente, Francia resulta ingobernable porque el parlamento está dividido en tres bloques incompatibles.

Así, Francia empieza el año sin presupuesto y con un déficit astronómico, vive una crisis de régimen sin precedente en la Quinta República. Los agricultores están en la calle, la economía estancada, el antisemitismo en alza, el expresidente Nicolas Sarkozy ha sido condenado por un asunto de escuchas telefónicas y contubernio con un juez; además está de nuevo perseguido por la justicia, inculpado de “corrupción” y “asociación de malhechores”, por sospecha de financiamiento ilegal de su campaña de 2007, con dinero del libio Kadafi. Algo jamás visto. Un terrible ciclón arrasó la isla de Mayotte y la Nueva Caledonia está al borde de la guerra civil entre las primeras naciones y los descendientes de colonos franceses.

Me dirán que Alemania no canta mal la ranchera, que en Austria la extrema derecha neonazi y prorrusa está a punto de llegar al gobierno, que en Canadá un trumpiano bien podrá suceder a Justin Trudeau, que Inglaterra, Japón, Corea del Sur pasan por momentos políticos muy difíciles, y que Donald Trump entra como elefante en cristalería. Eso no consuela a nadie.

Ciertamente Francia ya no es “la Gran Nación” de la época de la Revolución y del Imperio, pero no se vale hablar de decadencia catastrófica. Es más que una potencia mediana. Tiene la séptima economía mundial, entre los diez países más ricos. Es el único país de la Unión Europea que tiene una demografía relativamente dinámica. Su imagen ha sufrido, pero tiene razón el antiguo secretario de Relaciones cuando pregunta: “¿Tiene Francia menos influencia hoy que en 1940 (cuando el III Reich la conquistó) o en la época de Dien-Bien-Phu?” (Derrota del ejército francés que ratificó la victoria de los comunistas vietnamitas). Acaba de jugar un papel importante en Líbano, en la elección (¡Por fin! Después de dos años de vacío) de un presidente, el general Joseph Aoun.

Miembro del Consejo de Seguridad de la ONU, país dotado del arma nuclear, tiene más influencia que un Estado decadente o una potencia mediana; por eso mismo urge que encuentre una salida a su crisis política cuando Alemania, la otra gran potencia europea, se ausenta, cuando Trump y Putin retan a la Unión Europea. ¿Lo logrará? Es necesario para Francia, para Europa, para el mundo.

Historiador en el CIDE


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