En 1994, cuando la terrible guerra de Bosnia con todo y el genocidio, Herta Müller dio una conferencia intitulada “Los pensamientos se cubren de tierra” que empezaba así: “Cada día creemos que con esta guerra se ha alcanzado la mayor profundidad imaginable del horror. Pero el día siguiente, a menudo incluso las horas siguientes revelan que en tales profundidades ya no existen límites”. Evoca lo que pasaba en esos momentos y la actividad de un señor de la guerra que no se retractaba ante ninguna atrocidad. “Desconozco la vida de los criminales de guerra dentro de su tropa, de su batallón o su grupo, sólo sé que los arrastra una dinámica de violencia, una criminal fijación por destacar sobre los demás”.

Omer Bartov, israelí, historiador de la Shoah y de la conducta de los soldados alemanes en el frente oriental durante la segunda Guerra Mundial, conoce bien la conducta de aquellos guerreros y se atreve a decir que lo mismo les pasa a los soldados israelíes en la guerra de Gaza que empezó el 7 de octubre de 2023; denuncia sus crímenes de guerra y se atreve a hablar de genocidio. El miedo, la rabia, el deseo de venganza han implantado en su cerebro un piloto automático nacionalista: “son ellos o nosotros, entonces mejor que sean ellos”, los muertos.

Inevitablemente brinqué, sin pensarlo, de las guerras de la difunta Yugoslavia a las guerras presentes del Medio Oriente, pero el siglo XXI empezó en enero de 2000 cuando el joven Vladímir Putin pasó la noche con los comandos rusos en Chechenia y les dijo, clavando un puñal en la tierra: “los remataremos hasta en los cagaderos”. Esa guerra duró más de seis años y dio el tono del primer cuarto del siglo XXI. Imposible enumerar en una columna todas las guerras que devastan a cuantos países, cuantas provincias en el mundo entero. Los muertos son millones y los desplazados decenas de millones.

Hace tres años, en febrero, Vladímir Putin, siempre él, pasó a la segunda etapa de la guerra de agresión contra Ucrania que había lanzado en febrero 2014. Se ha dicho mucho, casi todo. Se ha hecho poco, casi nada. Ídem en cuanto a la guerra de agresión de Israel contra Gaza, Líbano y más allá. ¿Por qué a nuestros intelectuales occidentales les viene enseguida a la mente la palabra “nacionalismo” cuando hablan de Ucrania, pero se les tarda tanto en emplearla cuando hablan de Rusia? Son los rusos que quieren imponer su identidad a los ucranianos, no al revés, son los rusos que afirman que Ucrania pertenece al “mundo ruso”, al russky mir. Digo “los rusos”, y no el gobierno ruso o Putin, porque les han lavado el cerebro durante generaciones, y más que nunca a partir de 2004, cuando los ucranianos rechazaron el candidato de Moscú a su presidencia.

Las campañas sobre cuan crueles son los “neonazis” ucranianos, crueles, corruptos y antisemitas no han parado desde 2004 y han adoctrinado a los rusos. Putin siempre habla de la necesaria “defensa” contra el agresor ucraniano. De la misma manera, en Israel, hace tres generaciones que se habla de la crueldad de los “árabes” (durante mucho tiempo se evitó el uso de la palabra “palestino”) y, desde el horrible, criminal y contraproducente 7 de octubre, a los israelíes los convencieron de que tienen que convertirse en amos de la vida –y de la muerte– de los palestinos y demás árabes para poder seguir siendo judíos. A muchos ya no les gusta llamarse “israelíes”.

En estas dos guerras la religión ha contribuido poderosamente al odio. Fundamentalistas judíos, musulmanes, ortodoxos rusos hablan de guerra santa y prometen el paraíso a los caídos en combate. La Iglesia ortodoxa rusa (“de todas las Rusias” se intitula el patriarca de Moscú, el siniestro Kirill) balancea el incensario y predica el odio. Todos hablan en nombre de Dios, blasfeman y no se asustan cuando dicen que Dios permite, por no decir exige, matar al vecino. Amén.

Historiador en el CIDE

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