El País publica el encabezado Claudia Sheinbaum encandila al 80 por ciento de los mexicanos. ¿Será cierto? En todos los países democráticos el electorado forma dos bandos de fuerza igual, alrededor del 45 por ciento cada uno y la fluctuación del 5 a 10 por ciento explica la alternancia permanente entre izquierda y derecha, liberales y conservadores. En el mundo entero, hoy, nos dirigimos como somnámbulos hacia la autocracia y Elon Musk toca la flauta. Hay una ofensiva mundial para poner fin a los órganos de control del poder, a los contrapesos democráticos. Hace tiempo Perón enseñó como demoler las instituciones, no desde la calle, sino desde el Estado, liquidando la separación de poderes. Ahora tiene muchos alumnos exitosos.

La filosofía política de los Antiguos buscaba el “mejor régimen”; Foucault precisa que no se trataba de buscar la mejor constitución, la forma ideal de repartir los poderes, sino de enseñar que la excelencia política depende de que los actores se conviertan en “sujetos éticos”. O sea, una buena política depende de dirigentes virtuosos. Esa condición explica la fragilidad estructural de la democracia frente a la demagogia. Los EU han tenido al virtuoso Washington que se niega a seguir en el poder cuando todos le suplican; ahora tienen a Donald Trump. Hace poco Lorenzo Meyer explicó a nuestros embajadores que Andrés Manuel López Obrador tiene la dimensión ética de Gandhi y de Nelson Mandela. ¿En serio?

Paul Valéry, pesimista, veía en la política “primero el arte de impedir a la gente mezclarse con lo que les concierne. En una época siguiente, se le juntó el arte de obligar a la gente decidir sobre asuntos en los cuales no entendía nada. Este segundo principio combinado con el primero” da el poder absoluto. Eso se aplica a nosotros cuando nos invitan a decidir sobre el destino de un aeropuerto o elegir a los jueces. En cuanto al 80 por ciento, eso prueba sencillamente que el sufragio universal es un sistema absurdo en sociedades profundamente desigualitarias y heterogéneas. Eso lo dijo Rousseau: cuando los ciudadanos no son virtuosos y filosóficos, el despotismo ilustrado es preferible. La democracia es una invención de la ética protestante a la hora de nacer los Estados Unidos; cuando muere esa ética, como lo demuestra hoy la sociedad estadounidense, muere la democracia. En su El desafío de Jerusalén, Eric-Emmanuel Schmitt afirma que “desde que nuestras sociedades han dejado de vivir en Dios, creen lo que sea”. ¿Tendremos que escoger entre populismo y despotismo ilustrado?

En febrero de 2000, en la víspera de la elección del jefe político de lo que era todavía el Distrito Federal, Ikram Antaki (QEPD) lo anunció en su artículo profético intitulado “El bárbaro y los cobardes”. Dieciocho años después, y con el apoyo de más de la mitad de los mexicanos, se inauguró el gobierno autoritario que pasa por encima de la ley, el que ella denunciaba. ¿Quisimos, queremos una autocracia? Parece que sí. No todos, pero la mayoría. ¿Entienden de lo que se trata? No. Lean de nuevo a Paul Valéry sobre el arte de obligar a la gente decidir sobre asuntos de los cuales no entienden nada. Según los sondeos, en toda América Latina, ha crecido la preferencia por la autocracia, la mano dura, incluso por la dictadura: la palabra no asusta más y los salvadoreños reeligen, contra su Constitución, al presidente Bukele. ¿Por qué renunciar a la libertad?

Rousseau, en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, y en su Proyecto de constitución para Córcega, dice que “la libertad es un alimento de buen jugo, pero de pesada digestión: hacen falta estómagos sanos para soportarla. Me río de esos pueblos envilecidos (…) ¡Orgullosa y sana libertad! Si estas pobres gentes pudieran conocerte, si supieran a qué precio se te obtiene y conserva (…) te temerían cien veces más que a la servidumbre; te huirían con horror como un fardo a punto de aplastarles”. Huimos.

Historiador en el CIDE

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