¿A qué edad tiene uno derecho a desconectarse del mundanal ruido para dedicarse a cultivar su jardín? Al final de la jocosa novela de Voltaire, Candide, el héroe, después de recorrer el mundo, de participar en las guerras de su tiempo, de vivir la actualidad, exclama: “Cultivemos nuestro jardín”. Pasar unas semanas lejos de la actualidad nacional e internacional, sin leer periódicos, sin ver televisión, ni X, tampoco Instagram, gozando libros, escuchando música, acompañando a los nietos a recorrer senderos en el bosque que tu padre te hizo descubrir, frente a un soberbio acantilado lleva uno a reflexionar.
Muchas cosas pierden su importancia. ¿O será porque uno tiene una larga vida por detrás? Ha visto deshacerse los imperios coloniales, ha recorrido los lugares que ocupan en la actualidad, ha saludado de mano a Vladímir Putin cuando visitó México en el lejano sexenio de Vicente Fox, estuvo en las Torres Gemelas antes de lo que ustedes saben, ha visto a Boris Yeltsin presidir el desfile número 50 de la Victoria en Moscú, ha contemplado a Gaza cuando Israel tenía apenas trece años, vio y escuchó en pantalla al general De Gaulle gritar ¡Viva el Quebec libre! Y en México, al lado del presidente Adolfo López Mateos, exclamar en español, con acento galo, “nuestros dos pueblos, la mano en la mano”, escuchó, al salir del Centro Médico donde fungía como traductor para el Comité Olímpico, a las doce de la noche de cierto Dos de Octubre, escuchó al taxista espantado: “Hay tanques en Tlatelolco”.
¿Esas cosas pierden realmente su importancia? Los estudiantes se siguen manifestando, los aviones siguen bombardeando, los misiles siguen destruyendo y matando, los terroristas siguen atentando, los electores siguen votando o se abstienen de votar, los demonios derrotados ayer regresan hoy, es un cuento de nunca acabar. No veo los noticieros, en cinco minutos recorro los periódicos, sin embargo, el mundo no me suelta, no hay manera de alejarme, me entero de todos modos de las dolencias del Papa, de la maldad de Boko Haram y de ISIS, de que el antisemitismo es más vivaz que nunca, de que en Ucrania más de 220 mil edificios han sido arrasados, y quién sabe cuántos en Gaza que ha enterrado más de 40 mil muertos desde el 8 de octubre del año pasado. No hay manera de retirarse en un monasterio de silenciosos trapenses.
Prefiero escuchar el canto de los muchos pájaros que milagrosa y generosamente no han abandonado la megalópolis de la Ciudad de México, a pesar de que dejó de llamarse D.F., pero no puedo olvidar la bestialidad de las masacres y violaciones en todas partes de nuestro querido México. Permanencias de la historia. No tenía yo diez años, cuando esperaba el inicio de la tercera guerra mundial con apocalipsis nuclear, tenía veinte cuando la crisis de los cohetes en Cuba rozó la realidad de un posible exterminio masivo, rebasé los ochenta cuando regresa la amenaza, expresada ya muchas veces por Vladímir Putin. Parece que la Historia se repite sin fin, y, por desgracia, no como farsa. En ese sentido, desmiente cada día a Karl Marx.
Cada día los cruzados toman y saquean bestialmente Constantinopla (1204), a pesar de la excomunicación papal, cada día los turcos toman no menos cruelmente a Constantinopla (1453), cada día cristianos contra musulmanes y viceversa, cada día Alejandro Magno manda levantar miles de cruces en la playa palestina para crucificar a los que se atrevieron a resistirle en Tiro. Nací en la hora más oscura de la Segunda Guerra Mundial, a principio de 1942, cuando los japoneses tomaban Singapur, antes de la derrota nazi en Stalingrado y después, siempre hubo guerras, opresión, dictaduras, terror. Como ciudadano del mundo, uno se encuentra inevitablemente implicado. Y desesperado por su impotencia. No, definitivamente, uno no puede cerrar los ojos y, por más que esté en seguridad, seguirá acompañado y manchado por la guerra hasta el último día de su vida.
Historiador en el CIDE