Cada vez que un Papa deja la Sede de Pedro —ya sea por fallecimiento o renuncia— se despiertan sentimientos profundos en el corazón del mundo católico y también en quienes, sin compartir esa fe, reconocen la relevancia espiritual, social y política del pontificado. Es natural que emerjan la incertidumbre y el vértigo ante lo desconocido. ¿Qué vendrá ahora? ¿Quién será elegido? ¿Qué cambios traerá? ¿Hacia dónde navegará la Iglesia?
En estos días, con el inicio de un nuevo cónclave, es comprensible que muchos se sientan desorientados. Algunos temen divisiones internas, otros imaginan giros doctrinales drásticos, y hay quienes, desde fuera, observan con escepticismo o expectativa el proceso. Sin embargo, la historia y la fe nos ofrecen una perspectiva más serena y profunda.
Cuando el Papa Benedicto XVI anunció su renuncia el 27 de febrero de 2013, en una decisión sin precedentes en la era moderna, compartió unas palabras que vale la pena traer al presente:
“Ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es Suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido.”
Más que un consuelo para los creyentes, estas palabras son una invitación a la confianza para todos los que reconocen el valor de una institución que, más allá de sus defectos humanos, ha acompañado la historia de la humanidad por más de dos mil años.
La Iglesia no es una empresa ni un partido político; su liderazgo no se mide únicamente por su capacidad administrativa o estratégica. Es, para los cristianos, una barca guiada por la fe, por la oración y por la acción del Espíritu Santo.
En medio de este proceso de elección, se vuelve oportuno recordar también aquel llamado que hizo San Juan Pablo II al iniciar su pontificado en 1978: “¡No tengan miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayuden al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, sirvan al hombre y a la humanidad entera!”
Fue una exhortación dirigida al corazón del mundo, a los jóvenes, a los gobiernos, a las culturas, a creyentes y no creyentes. No era una llamada a la imposición, sino a la confianza; no a la cerrazón, sino a la apertura. Hoy, esas mismas palabras pueden leerse como un faro que nos recuerda que, frente al cambio y al desconcierto, no estamos solos.
La elección de un nuevo Papa no es solo un acontecimiento interno de la Iglesia. Tiene repercusiones globales. Un pontífice es una voz escuchada en cuestiones de paz, justicia, medioambiente, pobreza, ética, y dignidad humana. Por ello, el cónclave que ahora comienza convoca también la atención del mundo entero.
No se trata solo de elegir un líder espiritual para los católicos, sino de discernir, entre los cardenales reunidos, quién puede ser ese pastor con corazón abierto y mirada amplia que sabrá leer los signos de los tiempos con valentía, sabiduría y compasión.
Para los fieles católicos, este es un tiempo privilegiado para orar, confiar y renovar su fe. Para quienes no comparten esa creencia, es una ocasión para observar con respeto el testimonio de una comunidad global que busca orientación en medio de un mundo complejo. Para todos, es una oportunidad de recordar que el liderazgo verdadero nace del servicio y la humildad.
“No dejemos que los signos de destrucción y muerte acompañen el camino de este mundo nuestro”, nos dijo el Papa Francisco el 19 de marzo de 2013 ante el inicio de su pontificado. Que no nos paralice el miedo. Que no nos desanime la incertidumbre. El cambio no es un abismo, sino una oportunidad.
Director de Comunicación de la Arquidiócesis Primada de México
Contacto: @jlabastida