Que los acordeones jugaron un papel fundamental en la elección judicial es algo evidente. Baste con mencionar un dato: el acordeón oficial —ese que, según fuentes periodísticas, se acordó en la Secretaría de Gobernación— explica el 100 % (sí, el 100 %) de los resultados de las tres elecciones más importantes. Todos y cada uno de los nombres que aparecieron en el acordeón fueron electos para integrar la Suprema Corte (SCJN), el Tribunal de Disciplina (TDJ) y la Sala Superior del Tribunal Electoral (TEPJF). De ese tamaño fue su efectividad: este acordeón predijo con absoluta precisión el resultado electoral.
Sabemos, además, que los acordeones que circularon fueron, casi por definición, ilegales. El artículo 96 de la Constitución establece con toda claridad que “[p]ara todos los cargos de elección dentro del Poder Judicial de la Federación estará prohibido el financiamiento público o privado de sus campañas”. La única excepción permitida por la ley electoral (art. 522, LGIPE) es que las personas candidatas utilicen sus propios recursos para autofinanciarse. Y sucede, para sorpresa de nadie, que prácticamente todas las candidaturas negaron haber usado sus recursos para la impresión, distribución o movilización detrás de los acordeones. Eso significa, simple y llanamente, que quien lo haya hecho —porque esos acordeones no se imprimieron ni circularon por generación espontánea— violó la ley. En este contexto, los acordeones son prueba per se de ilegalidades.
Pero una cosa es afirmar la (evidente) ilegalidad de los acordeones y otra muy distinta es evaluar el impacto que tuvieron en la elección judicial. ¿Fueron determinantes para el resultado? De no haber existido, ¿el resultado hubiese sido otro? Esas no son especulaciones académicas, sino las cuestiones jurídicas que el Tribunal Electoral deberá resolver en los próximos días. Y es que, ante una elección marcada por la simulación y la ilegalidad, no sorprende que se hayan presentado juicios que buscan anularla.
De acuerdo con la Constitución, es perfectamente posible anular la elección judicial. Tras las quejas del entonces candidato López Obrador por la elección presidencial de 2012, en la reforma electoral de 2014 se incluyeron dos causales específicas de nulidad que hoy resultan fundamentales. Según el artículo 41 constitucional, las elecciones federales —entre las que están comprendidas las judiciales— pueden anularse cuando: (1) “[s]e exceda el gasto de campaña en un cinco por ciento del monto total autorizado” y (2) “[s]e reciban o utilicen recursos de procedencia ilícita o recursos públicos en las campañas”. Bajo las reglas que López Obrador exigió, las elecciones judiciales del obradorismo perfectamente podrían ser anuladas.
En el caso de la elección judicial, no es muy difícil saber por qué se podrían acreditar ambas causales. Los topes de campaña fueron francamente ridículos. En el caso de la Suprema Corte, por ejemplo, el tope fue de $1,468,841.33 pesos. Para rebasarlo basta probar que algún ganador gastó más de $73,442.07 pesos adicionales. Y todo el gasto asociado a los acordeones es, por definición, ilegal: se desconoce su origen, y todo indica que se usaron recursos públicos —o incluso de fuentes aún más cuestionables—.
Alguien podría alegar que no basta con probar el rebase del tope o el uso de recursos ilícitos. Según la Constitución, estas irregularidades también deben ser “determinantes” para el resultado. En otras palabras, quien solicita la nulidad tiene que demostrar que, de no haberse cometido esas faltas, el resultado sería otro. El requisito no es menor. De hecho, muchos juicios de nulidad fracasan por no cumplir con este elemento. El estándar de la mal llamada “determinancia” es alto, pero no imposible.
Además, en el caso de la elección judicial, la propia Constitución facilita enormemente esta aceditación. El artículo 41 establece que “[s]e presumirá que las violaciones son determinantes cuando la diferencia entre la votación entre el primer y el segundo lugar sea menor al cinco por ciento”. Y ese es exactamente el caso de la elección judicial: Hugo Aguilar Ortiz ganó con 5.30 % de los votos; el último lugar, Roberto Salvador Illanes Olivares, obtuvo apenas 0.32 %. Olvídense de la diferencia entre el primero y el segundo: la diferencia entre todos los candidatos es menor al 5 % —y lo mismo sucede en el caso de las mujeres—.
Por si fuera poco, el lunes pasado el Tribunal Electoral recibió un documento crucial para entender la magnitud de las irregularidades: un amicus curiae (amigo de la corte) presentado por Javier Aparicio Castillo, investigador del CIDE, experto en métodos estadísticos y uno de los más sólidos especialistas en comportamiento electoral del país. En un análisis de 48 páginas lleno de evidencia, Aparicio desmenuza —tabla por tabla, gráfica por gráfica— los datos que indican un irregular, generalizado y eficaz de los acordeones.
Su conclusión es tan prudente como demoledora: “Dadas las características de la elección judicial, realizada con base en listas abiertas, estos patrones y anomalías estadísticas pueden ser indicios de irregularidades que pongan en duda la autenticidad o certeza de la votación asentada en las actas de casilla”. Dicho de otro modo: no es una sospecha o una especulación, es una alerta documentada con rigor.
El documento ya está en manos de la Sala Superior. Si sus integrantes conservan un gramo de decencia, sus sentencias deberían hacer eco de esta evidencia. Pero ya sabemos cómo funciona el Tribunal Electoral del Bienestar. No sorprendería que las tres magistraturas afines al obradorismo ni siquiera lean o consideren el amicus. Pero incluso si lo desestiman, el análisis de Aparicio quedará como testimonio serio e informado de las irregularidades del proceso. Y el Tribunal, diga lo que diga, no podrá decir que no fue advertido. Ellas y ellos podrán ignorarlo, pero ahí quedará para el registro de la historia.
Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.