La encargada de redactar el proyecto será una ministra que ha confesado su afición a los incendios

Dos actores, entre ellos, la Fiscalía General de la República (FGR), han planteado algo que, a estas alturas, debería resultar impensable: que la “nueva” Suprema Corte revise una sentencia definitiva —es decir, inimpugnable— de la “vieja” Suprema Corte. Algunos han puesto el grito en el cielo; otros lo han minimizado. Pero lo cierto es que, aunque parezca un asunto acotado, los riesgos son enormes. Más aún, el episodio revela con nitidez cómo, en la nueva Corte, la incertidumbre reina. La sola posibilidad de que esta nueva Corte eche abajo decisiones que ya no pueden impugnarse confirma la sensación de que, tras la reforma judicial, todo es posible. Y muchos, con razón, tiemblan. Pero vayamos por partes: conviene entender dónde está el verdadero meollo del asunto.

Antes de la reforma judicial, la Suprema Corte funcionaba de dos maneras: en Pleno —con sus once integrantes— y en dos salas, de cinco ministras y ministros cada una. Entre ambos órganos no existía una jerarquía estricta, sino una división funcional del trabajo. Algunos asuntos correspondían al Pleno; otros, a las salas. Las decisiones del Pleno eran definitivas; las de las salas, también. Así se garantizaba algo tan elemental como indispensable: que en todo sistema jurídico alguien debe tener la última palabra. Los litigios deben llegar a su fin. No pueden permanecer abiertos indefinidamente, salvo que se quiera vivir en el reino de la incertidumbre, en el cuento de nunca acabar.

Imagine, por un momento, que no existiera el principio de cosa juzgada. Que los litigios pudieran reabrirse una y otra vez, sin límite. Suponga que la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) le congela indebidamente una cuenta. Usted promueve un amparo, recorre todas las instancias y gana. Lo mínimo que esperaría, después de una sentencia definitiva, es poder usar su dinero; no que algún ocurrente presente una nueva impugnación y tenga que volver a defenderse —una vez más, y otra, y otra—. O piense en una disputa por una herencia: después de agotar los recursos, debe existir una decisión final, algo que cierre el pleito de manera definitiva. O en un despido injustificado: usted gana y lo reinstalan. O en un contrato de arrendamiento: el inquilino no paga y no se sale, usted demanda, gana y un juez ordena que le devuelvan el departamento. En algún punto, los litigios tienen que terminar. Esa certeza —la de que las sentencias firmes no se tocan— es lo que permite que el Derecho cumpla con su función de pacificar los conflictos.

En junio de este año, la Primera Sala de la Suprema Corte puso punto final a dos litigios de gran relevancia. En ambos casos, la sala estimó que, por tratarse de asuntos de especial “interés y trascendencia”, correspondía que fuera la Suprema Corte —y no un tribunal colegiado de circuito, es decir, un órgano intermedio dentro del Poder Judicial— quien resolviera los casos. En el primero, se trató de un amparo directo en el que la Corte ordenó la liberación de una persona condenada a más de 78 años de prisión, al considerar que la sentencia se sustentó en confesiones obtenidas posiblemente bajo tortura. En el segundo, también un amparo directo, la Corte determinó que el derecho a una indemnización por error judicial sólo procede en materia penal. En ambos casos, la Suprema Corte ejerció su facultad de atracción, resolvió el fondo y cerró definitivamente las controversias.

Todo parece indicar que la Fiscalía General de la República —y otra de las partes— no entendieron, o no quieren entender, algo tan elemental. Presentaron algo abiertamente improcedente: un recurso de revisión para impugnar sentencias dictadas por la propia Suprema Corte. La petición es, en rigor, absurda: pretenden que la “nueva” Suprema Corte revise una sentencia definitiva de la “vieja” Suprema Corte. El planteamiento es tan infundado que la propia Corte ya lo había descartado expresamente. Así lo estableció, con toda claridad, el Pleno de la Suprema Corte al resolver la consulta a trámite 9/2018: “No existe justificación para admitir la procedencia del recurso de revisión interpuesto en contra de una sentencia dictada por una Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en un juicio de amparo directo en el que ejerció su facultad de atracción.”

En sentido estricto, lo procedente era que el presidente de la Corte, Hugo Aguilar Ortiz, desechara de plano ambos recursos. Así habría evitado una controversia innecesaria, pues el artículo 107 constitucional es inequívoco: “En contra del auto que deseche el recurso no procederá medio de impugnación alguno”. Sin embargo, el presidente de la nueva Suprema Corte optó por una ruta distinta: turnar ambos asuntos a la ministra Lenia Batres, quien deberá proponer si se abre —o no— la puerta para que la nueva Corte revise las decisiones definitivas de la vieja Corte.

Y aquí solo hay dos alternativas. O el presidente Hugo Aguilar Ortiz dudó sobre lo evidente —desechar los recursos, que son abiertamente improcedentes—, o creyó “trascendente” abrir la puerta a lo impensable: que la Suprema Corte se revise a sí misma. Y es que, como se ha dado a conocer, el ministro presidente, al turnar ambos asuntos a la ministra Lenia Batres, citó el artículo 20, fracción II, de la Ley Orgánica, que establece que “[e]n caso de que la o el Presidente estime dudoso o trascendente algún trámite, designará a una Ministra o Ministro ponente para que someta un proyecto de resolución a la consideración del Pleno […], a fin de que éste último determine el trámite que deba corresponder.”

No queda claro por qué el presidente de la Corte decidió abrir la posibilidad de abrir la caja de Pandora. Porque, con esa decisión, el Pleno no solo podría permitir la impugnación de sentencias definitivas, sino que además turnó ambos asuntos a la ministra Lenia Batres, quien , y , y ha insistido en que la Corte debería tener la facultad de anular sentencias firmes que se consideren “”.

Para decirlo con claridad: con estos asuntos, la nueva Corte está jugando con fuego. Y la encargada de redactar el proyecto será, nada más y nada menos, que una ministra que ha confesado su afición a los incendios.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X:

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