Más de 200 personas que investigamos o damos clases en la UNAM firmamos una carta pública sobre la escandalosa condena que una jueza local impuso al exrector de la Universidad y al exdirector de la FES Aragón. Yo me sumé, porque creo que es indispensable reiterar lo abominable que es que Yasmín Esquivel Mossa haya bloqueado, por la vía judicial, que el Comité Universitario de Ética publique el dictamen sobre el plagio que muy probablemente cometió. Esquivel puede seguir siendo ministra de la Corte e incluso presidir nuestro máximo tribunal, pero seguirá siendo, para cualquiera con dos dedos de frente, la ministra plagiaria. Que este plagio no se borre con sentencias bochornosas ni se honre con silencios cómplices.
Pero más importante aún: firmé esa carta porque constituye una denuncia pública contra la sentencia dictada por la jueza Flor de María Hernández Mijangos. Con toda razón, la carta denuncia que esa resolución premia a Martha Rodríguez Ortiz, una profesora que presume haber dirigido 507 tesis en tres décadas, entre las que hay —pequeño detalle— varias prácticamente idénticas. Aunque no tenemos certeza de los detalles de su modus operandi, sí sabemos algo con claridad: se trata de una persona que, como mínimo, avaló plagios y cometió deshonestidades académicas.
Como bien señala la carta, la sentencia también castiga a dos exfuncionarios universitarios —Enrique Graue Wiechers y Fernando Macedo Chagolla— cuyo único “pecado” fue cumplir con su deber como autoridades universitarias. “La justicia, en este caso, es deformada para favorecer una venganza política”, dice la carta. Y creo que tiene razón. ¿Podemos creer que esta sentencia no es una burda vendetta política? Para responder, hay que leer —y tomarse en serio— los argumentos de la propia jueza.
Estamos frente a una demanda civil por daño moral. Según el artículo 36 de la Ley de Responsabilidad Civil para la Protección del Derecho a la Vida Privada, el Honor y la Propia Imagen en el Distrito Federal, deben cumplirse tres condiciones para que exista un daño moral: 1) un acto ilícito, 2) una afectación al patrimonio moral y 3) una relación de causa-efecto entre ambos. Pues bien, en este caso simple y sencillamente no se acreditan los requisitos ni respecto al exdirector Macedo Chagolla, ni respecto al exrector Graue.
En el caso de Macedo Chagolla, el supuesto acto ilícito es el oficio que firmó como director de la FES Aragón, mediante el cual citó a la profesora Rodríguez a una audiencia en el marco de una investigación administrativa. Esa investigación se inició cuando se descubrió que varias tesis dirigidas por la profesora eran prácticamente idénticas. Según la jueza, el oficio contenía “imputaciones y opiniones personales” sobre la conducta de la profesora Rodriguez.
La jueza miente. El oficio es extremadamente cuidadoso: señala que la profesora “pudo haber incurrido en faltas de probidad u honradez”, que “podría haber desplegado conductas contrarias a los propósitos y fines” de la UNAM o que “habría dejado de ejecutar su trabajo con el cuidado apropiado” (el énfasis es mío). Es decir, el exdirector fue prudente, cumplió con su deber y no cometió ningún ilícito. Lo que hizo fue citar a la profesora a una audiencia de investigación. Nadie medianamente sensato podría afirmar que, en ese contexto, el exdirector afirmó que la profesora había incurrido en faltas.
En el caso del exrector Graue, la jueza dice que cometió un primer acto ilícito al emitir un comunicado en el que, supuestamente, expresó “opiniones y aseveraciones” que atentaban contra la vida privada, el honor y la imagen de la profesora. Particularmente, le reprocha haber informado que se rescindió su contrato mientras la decisión aún todavía podía impugnarse.
Otra vez, la jueza miente. El comunicado solo dice que la FES Aragón “rescindió el contrato de la maestra que fungió como asesora de ambas tesis”. No menciona el nombre de Martha Rodríguez Ortiz. El exrector simplemente informó sobre un hecho cierto y de interés público. Nada más. No hay falsedad ni ilegalidad alguna, como tampoco existía ningún impedimento legal para que Graue informara sobre estos hechos. Si informar con veracidad es ilícito, entonces la justicia ya no protege la verdad, sino la mentira.
La jueza también señala un segundo acto ilícito: que Graue haya expedido los “Lineamientos para la Integración, Conformación y Registro de los Comités de Ética” de la UNAM. Según ella, eso fue indebido porque el rector “no tenía facultades” para hacerlo.
Una vez más, la jueza miente. Los propios lineamientos citan el fundamento de las atribuciones del rector. El artículo 34, fracción X, del Estatuto General de la UNAM establece que es facultad del rector “[v]elar por el cumplimiento […] de las disposiciones y acuerdos que normen la estructura y el funcionamiento de la Universidad, dictando las medidas conducentes”. Graue, al emitir esos lineamientos, no hizo otra cosa que ejercer su facultad y cumplir con su deber de velar por el cumplimiento y tomar las medidas necesarias para implementar el Código de Ética aprobado por el Consejo Universitario. La jueza no leyó —o no quiso leer— la normativa aplicable. Y prefirió castigar a quien simplemente defendió la integridad académica.
Una sentencia tan absurda, tan carente de lógica y coherencia, solo se puede explicar por dos razones. La primera es que quien la redactó simplemente no tiene las competencias más básicas para ejercer la función judicial. La incompetencia, por sí sola, puede producir una aberración así. Pero también puede haber factores extrajurídicos detrás: una burda presión política o, peor aún, intereses económicos. Como dice el propio López Obrador: cuando algo no suena lógico, a veces suena a metálico. Aunque tal vez habría que darle el beneficio de la duda a la jueza Hernández Mijangos: quizás esta sentencia infame no se explica por una sola razón, sino por las dos.
Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.