Censurar un género musical no es protegernos de la violencia, es violentar la Constitución.

Los corridos tumbados han estado, quizá como nunca antes, en el centro del debate público. Las opiniones se han desbordado por todos lados, pero hay un tipo de reacción que me preocupa especialmente: la de quienes minimizan las iniciativas que buscan prohibir y sancionar, incluso por la vía penal, la reproducción de corridos tumbados y similares. En ese grupo que parece inofensivo hay de todo: desde quienes desprecian ese tipo de expresión cultural —con comentarios clasistas y discriminatorios que dan vergüenza ajena— hasta quienes creen que se trata de una ocurrencia sin consecuencias, de otro despropósito más de políticos sin nada mejor que hacer.

En este contexto, creo que es fundamental recordar que muchos episodios de censura comienzan como meras ocurrencias —y luego las cosas se pueden salir de control—. Da igual si uno escucha o no escucha corridos tumbados. Habrá quien piense que son basura; habrá quien sea devoto de la iglesia de Peso Pluma y Natanael Cano. Pero ese no es el punto. Lo que realmente importa —lo que debería alarmarnos— es lo que está en juego y las consecuencias que pueden derivarse si normalizamos este tipo de medidas. No se trata de si te gustan los corridos; se trata de si te importan tus derechos.

Pongo un ejemplo muy concreto. No se trata de una ocurrencia abstracta o de un debate teórico, sino de una ocurrencia que se convirtió en norma jurídica. Me refiero al decreto que el gobernador de Nayarit, Miguel Ángel Navarro Quintero, publicó hace casi tres meses en el periódico oficial del estado. El título del documento —redactado en el más puro abogañol— parece inofensivo: “Decreto administrativo que prohíbe la interpretación y/o reproducción de música en eventos públicos que promueva la apología del delito y la violencia de cualquier tipo en el estado de Nayarit”. Pero, como suele pasar, el diablo está en los detalles; a veces la censura se disfraza de decreto.

El decreto del gobernador prohíbe, de forma directa y abierta, la interpretación y reproducción en “eventos públicos” de una larga lista de géneros: “narcocorridos”, “corridos bélicos”, “corridos progresivos”, “corridos alterados” e incluso “corridos” a secas. Y por si eso no fuera suficientemente problemático, también prohíbe “cualquier otro género” que, según la autoridad, “promueva la apología del delito y la violencia de cualquier tipo en el estado de Nayarit”.

El problema no es solo que uno necesite un doctorado en etnomusicología para distinguir entre estos géneros de corridos. El problema real es que la redacción del decreto es tan vaga, tan ambigua, que abre la puerta a un margen de arbitrariedad escandaloso. De acuerdo con el propio decreto, la policía estatal puede hacer operativos en cualquier evento público, decidir si una canción “promueve la violencia de cualquier tipo” y, con base en eso, suspender el evento y hasta revocar los permisos de cualquier establecimiento que cometa el pecado de poner un corrido. Así, sin más. En Nayarit, una canción puede costarte la licencia de funcionamiento.

En condiciones normales, un decreto tan mal hecho y tan plagado de vicios de inconstitucionalidad debería ser fácilmente impugnado ante los tribunales. Bastaría una suspensión y un amparo con efectos generales para que terminara donde pertenece: en el basurero de las ocurrencias autoritarias. Bastaría un buen juez o una buena jueza para frenar este abuso; el pequeño detalle es que la más reciente reforma judicial abre la duda sobre si en el futuro podremos tenerlos.

El problema, para decirlo de otra forma, es que ya no estamos en condiciones ordinarias. Estamos en el México de la reforma judicial. Esa reforma que el obradorismo insiste en llamar la más grande “democratización de la justicia” que se haya conocido en la historia mundial. Esa reforma que no solo eliminó las suspensiones y los amparos con efectos generales, sino que además destituyó a todos los jueces en funciones y debilitó gravemente las garantías de independencia de quienes los sustituirán. Esa reforma que nos sin contrapesos, sin árbitros y sin garantías.

Y esto no se limita al caso de Nayarit. El verdadero riesgo es que se convierta en costumbre que cualquier gobernador, congreso o presidente municipal pueda legislar sus ocurrencias sin que nadie pueda detenerlo. Sin jueces autónomos que hagan valer la Constitución, la Constitución se convierte en una carta de buenos deseos. Sin guardianes, la Constitución es papel mojado.

Ese es el verdadero problema. Ese es el verdadero riesgo. Eso es lo que nos robó la reforma judicial. Lo que está en juego no solo es la posibilidad de escuchar el género musical que se nos pegue la gana, sino la posibilidad de defendernos ante la arbitrariedad. Prohibir corridos tumbados no es lo peor; lo peor es que probablemente ya no haya cómo defendernos.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: .

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